sábado, 21 de agosto de 2010

c) Carismas.

La celebración es el lugar donde se manifiestan muchos carismas del Espíritu, y hay que facilitar su despliegue. En la reunión más que en la fiesta, todo el que quiera decir algo debe encontrar la posibilidad; por lo menos hasta fines del siglo IV se reconocía que la misión de enseñar en la iglesia no era monopolio de presbíteros u obispos; he aquí un texto de las Constituciones Apostólicas, apócrifo en parte compilado y en parte escrito hacia el año 380: "El que enseña, sea o no seglar, con tal que sepa hablar y sea de conducta recomendable, que enseñe; porque -todos serán discípulos de Dios-" (VIII, 32,17).

El pasaje alude en primer lugar a Rom 12,7, donde san Pablo enumera una serie de carismas. La razón final es lo más notable: propone la profecía de Isaías (54,13), citada por Cristo (Jn 6,45); todo cristiano honesto, por tanto, con tal de que pueda expresarse, tiene derecho a dirigir la palabra al grupo para comunicar lo que Dios le enseña; no se trata aquí de revelaciones especiales, más propias del carisma profético, sino de reconocer la acción de Dios en la propia historia y experiencia o de exponer las propias luces sobre un pasaje de la Escritura.

Como el carisma de enseñar, otros muchos se ejercitan en la reunión y en la fiesta; carisma es toda cualidad, común o extraordinaria, puesta, por impulso del Espíritu, al servicio ajeno. El canto y la organización, la afabilidad y cualquier otra destreza útil para animar la fiesta es carisma; unos tendrán como don la palabra sabia, otros la que instruye; uno esplendor de fe, otro espíritu crítico, sin descartar del todo las manifestaciones extraordinarias, como el espíritu profético o el alabar a Dios en lenguas arcanas. Bien conocidos son los fenómenos que ocurren en las reuniones pentecotales.

Este clima de libertad podría tropezar contra una estructura demasiado rígida que no dejase resquicio suficiente a la expresión. A nivel de grupo, hay que abrir una ventana a la espontaneidad. Los cristianos van a la reunión con experiencias que desearían compartir con los demás; hay que dejar holgura para que encuentren vías de expresión y no imponer un esquema inflexible.

Un mínimo de estructura es necesario, entre otras cosas, para poder empezar; hay que tener alguna idea de lo que se pretende hacer o de cómo se va a desenvolver la celebración, previendo sus líneas maestras. La estructura preserva también la continuidad de ciertos valores insustituibles; pero toda estructura o institución, como dijo el Señor de su prototipo el sábado, es para el hombre y no viceversa. Desde el momento en que una estructura social, religiosa o ritual agarrota la expresión del hombre o sofoca su libertad, hay que desmontarla; para estar al servicio del hombre deberá tener una flexibilidad que no impida el movimiento: será malla de danzarín, no camisa de fuerza.

En el caso concreto de la celebración hay que empezar encontrando los modos espontáneos de expresión propios del grupo; sobre ese común denominador se construirá la estructura. La institución, por tanto, sigue, no precede; no se puede imponer la espontaneidad ni enseñar a ser poeta.

La celebración entrevera lo convenido con lo improvisado. Cox la compara atinadamente al jazz combinado, en que la partitura se interrumpe cada vez que uno de los ejecutantes improvisa un solo, que sus colegas acompañan; terminado éste, se vuelve al texto escrito, mientras otro no se sienta inspirado.

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