Ya que tratamos de expresión y de cultura hemos de dar un paso más y aludir a la psicología individual. Así como cada cultura tiene sus rasgos, cada persona tiene también los suyos propios y, dentro de la misma cultura, la respuesta de la fe varía de un sujeto a otro; se hace una síntesis entre el evangelio y la índole de cada uno. Por eso, juzgar la calidad de la fe por el modo de manifestarla puede llevar a fáciles errores. La afición a ejercicios de piedad, a formas de devoción, a un programa estricto de práctica cristiana, la emoción a flor de piel, no son signos de fe robusta, sino de inclinaciones congénitas o adquiridas que se utilizan para vestir la fe. Pueden encontrarse individuos poco dados a formas externas o difíciles a la emoción cuya fe tenga profundas raíces. El poeta podrá concebir su fe en términos de inspiración; el jurista, como fidelidad; el militar, como servicio, y la enamorada, como ternura. Ni una cosa ni otra indican una fe mayor, aunque su expresión exubere. El criterio de robustecez no está en la belleza de una concepción, sino en la verdad de una vida; en "la fe que se traduce en amor mutuo" (Gál 5,6); el cristianismo no conoce otro.
Las síntesis personales e incluso las de grupo corren el peligro de estrechez y anquilosamiento, y aquí entra uno de los papeles de la celebración. El intercambio que ésta exige es un factor necesario para la salud cristiana de individuos y grupo. Al compartir las experiencias ajenas pueden tambalearse algunas conclusiones personales; la celebración común es, por tanto, un enriquecimiento de puntos de vista, una ampliación del horizonte de la fe; demanda apertura y sinceridad, para estar dispuestos a retraar líneas en la propia imagen mental y cordial del cristianismo.
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