A veces se toma la fiesta primitiva por modelo universal y perenne y, basándose en el análisis de sus elementos y en la concepción de vida que presupone, se determinan las características de la fiesta en sí y se saca su definición.
Considerar el origen de una usanza o de un arte como su expresión más acabada y reducir a él todo su desarrollo posterior se llama cometer la "falacia genética". No se puede explicar la música de las mejores épocas por los ritmos que acompañaron las cadencias del remo, aunque algunos sostengan que tal fue su origen. Ni es lícito condensar el arte arquitectónico en los principios que rigieron la erección de las primeras cabañas, por muy continua que haya sido la evolución de la vivienda. Las realidades humanas no alcanzan su madurez desde el principio, ni se distingue mejor su esencia en los balbuceos de la cuna.
Definir la fiesta como un paroxismo de vida que interrumpe el gris de la existencia podría tener una acepción admisible si aludiese meramente al contraste antes explicado; pero resulta inaceptable si interpreta la fiesta como tiempo sacro y el resto como profano. Encontramos de nuevo la diferencia entre fe y religión. Para el cristiano, el tiempo profano no existe; nada hay profano si no se profana ex profeso; en consecuencia, no hay diferencia cualitativa entre el tiempo de la vida y el momento de la fiesta, como lo expresó bien la cultura latino-cristiana al aplicar el nombre de "feria", fiesta, a los días de la semana, indicando que a todos los anima el mismo espíritu. La fiesta, por tanto, no es recurso a lo sacro, sino expresión y alimento de la sacralidad cotidiana y explosión de su contenido.
A la fiesta hay que llevar sus ingredientes: alegría y entusiasmo, fe, amor y esperanza van en el canasto de cada uno para repartirlos. No es la fiesta una droga que abre mundos maravillosos por acción mecánica o química, sino espeja y remoza el mundo maravilloso que se lleva dentro. Es confidencia de la fe diaria, efusión del amor continuo; se pronuncian en ella los acariciados nombres de la intimidad, que no se usan fuera de la familia.
No se trata, por tanto, de una metamorfosis momentánea y pasajera, sino de expresión y acicate. La fiesta da color a la vida entera, impidiendo que vire al gris; lo cual no significa vivir con nostalgia de la fiesta en un mundo átono e irreal, sino infundir en ese mundo la realidad que se ha vivido en ella. Es verdad que su total de alegría rebasa la suma de las contribuciones parciales y que hay en ella un espíritu exaltante, pero éste corrobora y lleva al ápice lo que aporta cada uno. Con canastos vacíos no se hace fiesta: sin pan y vino, sin fe y amor, no hay eucaristía. La realidad divina, cuyo regalo da su esplendor último a la celebración, es la misma que se transluce día tras día.
La fiesta orgiástica primitiva no es tampoco afirmación del mundo, sino evasión. Denuncia en el fondo desacuerdo con lo circunstante, falta de amor por lo diario. Si la vida es irremediablemente gris y monótona, la reacción festiva tiende a olvidarla, a borrarla lo más violentamente posible. En cambio, quien vive en el mundo sabiendo que sus males son susceptibles de curación, puede celebrar la bondad de las cosas y de los hombres; para el cristiano, la fiesta no saca de este mundo, pero lo taladra hasta dar con el cimiento que lo sostiene. De aquí nace su inocente virulencia; al revelar la bondad esencial, critica, adrede o no, los malhadados accidentes que afean la vida.
Se ha pretendido que la angustia es ingrediente de la fiesta con el mismo título que la alegría, y se aducen como argumentos el silencio y el ayuno, las prohibiciones y tabúes precursores de la explosión festiva. Esto tenía vigencia en el contexto religioso de sacro-profano, donde la entrada en lo sacro incluía siempre riesgo. Para el cristiano, la preparación a la fiesta es la vida misma, ninguna prohibición es necesaria; el ayuno podrá indicar vigilancia, no producir purificación; si lo que entra por la boca no mancha al hombre (Mt 15,11), lo que deja de entrar no lo purifica. La alabanza a Dios es continua; la celebración no la monopoliza, solamente la hace coral. La fiesta es sacro colectivo, fe colectiva, alabanza colectiva, cristalización palpable de realidades difusas, fermentación visible de mostos permanentes.
Para la mentalidad primitiva, el exceso de la fiesta remedia el desgaste de la vida. El tiempo agota, extenúa, desgasta, encamina hacia la muerte, causa la entropía del espíritu y el mundo. Hay que recrear el cosmos, darle energía y vitalidad, y esto se obtiene con el exceso de la fiesta, que desata las energías irracionales; el hombre, parte del orden natural, se revitaliza con el cosmos. Predomina la idea, subterránea o patente, de que volviendo al caos primordial nacerá de nuevo, para el mundo y el hombre, el orden perfecto y juvenil de los albores, modelo que se intenta perpetuar por medio de entredichos y tabúes: prohibiendo ciertas acciones se amuralla el orden contra el caos.
La idea cristiana es diferente. El hombre no es simple parte de la naturaleza, es también su señor; y en lo humano no existe un cosmos u orden que tenga por modelo lo preexistente. No todo está en su sitio ni es verdad que cada acontecimiento llega a su tiempo; al contrario, hay demasiadas cosas fuera de sitio -anticosmos- y además la libertad del hombre interviene en el acontecer. No hay que asegurar un orden, sino irlo creando; el ideal no está en el pasado, sino en el futuro, por eso la fiesta no mira a restablecer antaños, sino a acercar un porvenir. Incluso cuando la historicidad del paraíso primero era indiscutida, nunca la Escritura ni en particular los profetas estimularon a volver atrás; Dios no es retrospectivo, siempre aguijones a la marcha.
La vuelta al tiempo mítico, al caos primordial y creador simbolizado por el desencadenamiento instintual de la fiesta primitiva, significa negar la continuidad de la acción de Dios, la realidad de la resurrección y de la nueva creación ya comenzada. Supone una concepción monótona de la historia que la priva de significado, un tiempo nivelado, indiferente, en el agua que nada real ni decisivo acaece; para darles significado habría que volver al tiempo primordial, cuando los dioses eran activos. Para la fe, la acción de Dios en la historia transforma al tiempo en subida; al calendario, en escala hacia el reino.
La fiesta no es tampoco mero juego, aunque posea elementos lúdicos. Fiesta y juego tienen de común no estar subordinados a otra actividad y carecer de intención utilitaria. Pero la fiesta tiene sentido más allá de sí misma, porque en ésta interviene un factor que no es humano. El juego es inmanente, mientras la fiesta trasciende. Su sentido es diverso.
Esto no obstante, los modos de expresión que usa la fiesta son en gran parte de naturaleza lúdica, pues el juego es la expresión de un poder anímico, con ayuda de gestos corporales visibles, de melodías audibles, de materias palpables. El espíritu domina el cuerpo y se ejercita en él; por eso el juego se desarrolla con fácil habilidad, con elegante soltura; el gesto, canto o palabra están disponibles para expresar. Es el risueño esfuerzo, la seriedad riente.
La expresión corporal de una plenitud interior, como se ejercita en el juego, es el símbolo expresivo por excelencia. Por eso en la fiesta, que exige expresión, se recurre a esa clase de actividad; de ahí nacen el canto en común, la ceremonia y la danza; expresan el anhelo de una armonía acabada entre cuerpo y espíritu. Pero en la fiesta el juego se integra en un conjunto más vasto, queda supeditado a una finalidad exterior al juego mismo.
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