LA FIESTA, ALIENTO DE LA VIDA CRISTIANA.
Cristo no instituyó un culto ni mostró interés alguno por ceremonias ni rituales; nunca se dice en los evangelios que asistiera a las oraciones públicas del templo. Y en el inverosímil supuesto de que lo hiciera -recuérdese la maldición de la higuera, símbolo del templo (Mc 11,15-22)-, el dato no quedó archivado, mostrando que los evangelistas no le atribuían ninguna importancia. En cambio, participó con sus discípulos en la cena pascual, donde, con toda simplicidad, en una casa, distribuyó un pan y un vino que eran su cuerpo y su sangre. Luego, un encargo: "Haced lo mismo en memoria mía" (Lc 22,19; 1 Cor 11,24-25), sin ceremonia prescrita ni forma regulada.
Según la Carta a los Hebreos, el culto reglamentado era una sombra, disipada por el cumplimiento: "La primera alianza tenía reglamentos cultuales y un santuario en este mundo" (Heb 9,1). Todo esto terminó con el sacrificio de Cristo, que entró de una vez para siempre en el verdadero santuario -que no pertenece a esta creación- y obtuvo una liberación definitiva (ibíd. 11-12).
Como hemos visto en el capítulo II, el culto cristiano no conoce tiempo, es continuo, pues la vida misma es culto; la entrega a Dios y al hombre es sacrificio y servicio. Cuando los cristianos se encuentran es, por tanto, para celebrar una fiesta o tener una reunión.
Cristo comunica una vida, y la vida pide expresión y exuberancia; por eso tenía que florecer en fiesta. Por otra parte, el término "memoria" o "memorial", empleado por Cristo, incluye una conmemoración; y una reunión con propósito de conmemorar algo o a alguien, un aniversario, el éxito o la presencia de un personaje, se llama celebración: "Se celebró el centenario de...", "se celebró un banquete en honor de...".
En este capítulo analizaremos en primer lugar la esencia de la fiesta y las causas de su decadencia; propondremos luego una definición, explicando sus elementos; nos detendremos finalmente en los grados y características de la celebración cristiana.
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