Al hablar en el capítulo primero de la misión de la Iglesia, vimos que podía llamársela "conciencia de la sociedad". Esto se aplica ante todo al terreno moral de las relaciones humanas. En otro tiempo los principios morales eran patrimonio de la religión; pero a lo largo de los siglos, la sociedad ha ido asimilándoselos hasta considerarlos suyos y elaborarlos por sí misma. Existe una moral secularizada, aspecto de la mayoría de edad alcanzada por el hombre. La sociedad no depende ya de la Iglesia o de la religión para dictaminar sobre lo que considera bueno o reprobable; se ha creado o se va creando su propio acervo de normas que definen su criterio de moralidad, apoyándose a menudo en las ciencias que cultiva. Al ir conociendo mejor su propia naturaleza, el hombre va entendiendo sus líneas de desarrollo y las actitudes morales que comportan. Lo que antes se creía por imperativos de fe, se va descubriendo ahora por madurez de la razón, particularmente en los terrenos de la psicología y sociología.
Hay aquí otra línea del plan de Dios con la que la Iglesia y el cristiano tienen que contar; no pueden prescindir de los hallazgos de las ciencias del hombre, pues en ellas trabaja también el Espíritu. Es indispensable el diálogo con la sociedad acerca de lo que es bueno o malo para el hombre y no debe rehusar que las antiguas exigencias morales se sometan a la inspección de la investigación seria. Es otro aspecto del realismo cristiano y de la fe como capacidad de distinguir la acción de Dios en la historia. El problema común está en cómo hacer de este mundo una sociedad de hermanos, y la Iglesia ha de aceptar que sus propuestas sean sujetas a los modos de verificación de que la sociedad dispone; sólo si salen corroboradas por los resultados del análisis, podrán considerarse colaboración válida a la construcción del mundo.
No significa esto que la moral cristiana dependa de la última moda científica o de cada conclusión precipitada. Pero sí que cada toma de conciencia humana y cada progreso acreditado obligan a los cristianos a pensar seriamente. No basta afirmar que existe una moral revelada; esto es verdad, pero su único precepto, el del amor fraterno, puede aplicarse de modos diferentes según las épocas y circunstancias; diríamos que puede también entenderse mejor, descubrir zonas nuevas a las que afecta y hacer hincapié en aspectos inéditos más urgentes. Baste citar el cambio en la conciencia de clase o casta social, que en otros tiempos suponía un poligenismo larvado, como si nobles y plebeyos no hubiesen pertenecido a la misma raza humana; hoy vige la idea de igualdad, que poco a poco va abriéndose camino a pesar de las resistencias. Otro ejemplo es la conciencia creciente de la ilegitimidad de la guerra y de la opresión, que antes no causaba conflictos morales a los cristianos y ahora empieza a producirlos en la humanidad entera. No hace mucho tiempo, la miseria se justificaba con miras providencialistas que ahora parecen inaceptables. Y a nadie se le ocurriría impugnar hoy el principio de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que, sin embargo, a fines del siglo pasado era sospechoso de heterodoxia.
La Iglesia ha aprendido moral en su contacto con el mundo, y tiene que seguir aprendiendo. Por eso es necesaria la reflexión serena y la conciencia del condicionamiento histórico y cultural de muchos artículos de su código. Los nuevos fenómenos sociales demandan consideración, y el sedimento adquirido de las ciencias humanas exige respeto y aceptación. La Iglesia vive para el mundo y tiene que proponerle lo que contribuye de verdad al bien y a la salud del hombre. Si el mundo quiere examinar esas propuestas, la Iglesia no puede poner objeciones, pues siempre ha mantenido que la ley eterna se manifiesta en la ley natural. Lo que no sea confirmado por el estudio responsable de la naturaleza humana no podrá considerarse como doctrina perenne, sino a lo más como expresión cultural transitoria.
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