lunes, 14 de junio de 2010

V. LA ESTRUCTURA.

En esta sección no pretendemos ofrecer una teología de la estructura eclesiástica. Es un tema del que se habla demasiado, y eso es mal indicio; la insistente crítica y la apresurada justificación de las instituciones delatan cierto rechinar entre vida y sistema. Pero en crisis de inadecuación como la actual no parece el método más aconsejable empezar por una reforma de gabinete, sino dejar campo a la vida, guiada por el Espíritu; ella misma irá encontrando las estructuras que le convienen, sin demasiadas planificaciones previas.

Nuestro propósito, por tanto, es bien modesto: deducir de las notas e índole de la vida cristiana, expuestas anteriormente, algunos caracteres que han de encontrarse en la estructura de las Iglesias y otros que necesariamente se excluyen.

En primer lugar, la Iglesia es una misión. Por consiguiente, su organización ha destar en función de su papel en la sociedad. No puede estructurarse desde principios internos exclusivamente, sino como respuesta a las necesidades del mundo. Se sigue de esto que, variando las tareas de una parte a otra, no cabe pensar en una organización uniforme; la uniformidad, que es rigidez, defraudaría la misión. Incluso en un mismo país la sociedad es cambiante y unos problemas dejan lugar a otros; cualquier estructura ha de poseer gran flexibilidad para ser capaz de acudir sin rémoras a las nuevas necesidades.

La idea de una organización monolítica y uniforme nació probablemente bajo el influjo de la estructura civil, especialmente en época imperial y absolutista. La sociedad se profesaba cristiana, y la Iglesia podía vivir hacia dentro, puesto que teóricamente no exístía un fuera. No le quedaba más que afianzar, y para ello pareció apta la estructura del Estado, que con los necesarios retoques se adaptó a la Iglesia.

Los gobiernos tergiversaron la identidad de la Iglesia al considerarla guardián y apoyo del orden establecido. Es precisamente lo que su vocación le impide ser; viviendo de la esperanza del reino, nunca puede desposarse con un orden histórico, necesariamente provisional y perfectible. Se ha expuesto en el capítulo III la actitud cristiana ante el mundo. Baste recordar que la Iglesia, por su vocación de pionera, es estímulo continuo al cambio de las estructuras humanas, con el propósito de irlas acercando cada vez más al ideal que Dios le ha revelado. También por aquí se infiere la agilidad interna que necesita la Iglesia; es imposible ser estímulo para el cambio sin mantenerse ella misma perpetuamente dispuesta a cambiar.

Pasemos a otra característica. La estructura de la Iglesia debe reflejar su ser, es decir, manifestar límpidamente la unión que existe entre sus miembros, dando una visión anticipada del reino futuro. Habría de ser tal, que institucionalmente no dejase lugar a ambiciones, excluyendo de su cimiento todo sillar corroído por el afán de riqueza, el deseo de honores o la sed de poder. Su primera piedra es Cristo y no está permitido adulterar la construcción ( 1 Cor 3,10-12). Decimos institucionalmente, conediendo que se darán casos individuales de ambición entre los cristianos; pero nunca puede consagrarla la estructura so pretexto de eficacia, bien común o piedad. Por decorativos que fueran sus epígrafes, encabezarían una negación de Cristo.

El poder y su correlativo, el temor, son inaceptables; la autoridad está basada en el ejemplo y el servicio competente; siempre deseosa de subrayar, con el evangelio, la igualdad fundamental, sin erigir la función en peana. Estimulará a todos a ser fieles a la acción del Espíritu, sin recelos por las manifestaciones e iniciativas que éste suscite. Procurará con ahínco que cada uno se desarrolle en la línea que Dios le señale, sin encajar a nadie en esquemas preconcebidos.

Debe ser una estructura humilde y alegre. No ostentará pretensiones ante el mundo, sino madurez y sobriedad; debe sorprenderlo por su libertad y alegría. Es preciso que las comunidades cristianas aparezcan ante los hombres como grupos honrados, sinceros, independientes, cuyos miembros muestran estima mutua y están dispuestos a ayudar sin hacer distinciones; hombres que no creen en la necesidad de barreras separadoras, y que procuran derribarlas con su modo de vivir; pacíficos pero valientes, sinceros y afables, cooperadores activos y dedicados en toda empresa para el bien de la humanidad y del individuo. Esta es la calidad de los cristianos y esto ha de reflejar su organización. Si no lo hiciera, sería traba para el testimonio.

La estructura ha de ser personalizante y, por tanto, sencilla, pues la complicación burocrática convierte a las personas en números. No discutimos aquí la necesidad de la burocracia en la sociedad civil, pero como la Iglesia no participa de sus objetivos, no tiene por qué adoptar sus métodos. Cada uno ha de tener importancia como individuo.

Finalidad de la estructura es velar por la unión de la fe y amor mutuo, y esa es la misión de los responsables. Cuando sea pertinente, pueden coordinar iniciativas para acrecer la eficacia. El campo de la autoridad es, pues, restringido. Su papel animador, el más importante, se despliega en el ejemplo y en la exhortación; cuando se requiere, el consejo. Su papel intimidatorio se limita a la reprimenda o exclusión de miembros que dañen a la reputación de la Iglesia o pongan en peligro su unidad. La iniciativa nace por la acción del Espíritu en la Iglesia entera; no está en manos de los líderes. Como san Pablo, sin embargo, deben ellos recordar el evangelio cuando parezca que no se siguen sus enseñanzas.

En resumen, la estructura de la Iglesia, si quiere testimoniar ante el mundo la paz, la libertad, la sencillez y la alegría de Cristo ha de reducirse a un mínimo, y debe ser además muy flexible. Nunca se puede tomar por modelo el poder civil, explícitamente excluido por el Señor. En la Iglesia no hay superiores y súbditos, sino hermanos; no existen dominio y temor, sino estima y disponibilidad; no hay coacción, sino consejo; no impera la ley externa, sino el Espíritu de Dios; no hay honores y dignidades, sino sencillez y modestia. Sólo una estructura compatible con estos presupuestos ha de llamarse cristiana; únicamente ella puede ser testigo de la esperanza en una humanidad nueva.

El Espíritu, que descendió sobre la Iglesia entera, es Espíritu creador, y no sólo de la primera creación; él es la fuente de toda creatividad, la impulsión dinámica de Dios en el hombre, en la Iglesia y en el mundo. El crea nuevo cuando algo se muere; si se retira, todo perece y vuelve al polvo (Sal 103,29-30). Ser creador significa improvisar sin estar ligado a lo antecedente, liberar de la sujeción al pasado. Cuando sopla, produce cambio; imprevisible, es vino siempre nuevo que postula odres nuevos. Es la juventud perenne y está al lado de los movimientos renovadores, de las justas aspiraciones jóvenes, creando formas nacientes de vida nueva. ¿Qué habría sido del hombre si la evolución se hubiera detenido en los dinosaurios, considerando la mole como la cumbre de sus aspiraciones? ¡Cuán deleznable parecerían los mamíferos incipientes, y más tarde los pequeños primates, débiles y extraños! Y, sin embargo, por allí avanzaba la línea de la vida, dejando a un lado magníficos leones e inmensos elefantes. Por allí trabajaba el Espíritu; su zoología iba preparando rasgos para la imagen de Dios. Cuando apareció la leche, ¿quién habría podido predecir que aquel nuevo líquido había de alimentar al Hijo?

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