Las religiones pretendían monopolizar las doctrinas capaces de resolver los problemas humanos, fueran sociales o interiores al hombre. Pero, en realidad, ¿hace falta la "religión" para asegurar el equilibrio psíquico del hombre, su conducta moral, su dedicación al prójimo?, ¿la necesita el hombre para alumbrar su camino, señalar objetivos o sostener esfuerzos? Las religiones buscaban al Dios fuerte para sostener al hombre débil, instrumentalizando a Dios, que se convertía en panacea de los problemas humanos.
A los ojos de la religión, Dios era el soberano que graciosamente concedía gracias a súbditos agobiados que imploraban su majestad. Pero en el Nuevo Testamento Dios se muestra débil en todo ante el mundo. Se revela en el hecho histórico de Jesús, con todas sus incertidumbres, que dejaban lugar a dudas y oposiciones. Sus testigos ante el mundo fueron hombres muy vulnerables al ataque. La fe en él está sujeta a todo vaivén e intemperie, hasta apagarse por la miseria o el dolor. Su acción se ejerce en agua, pan y vino. En el Antiguo Testamento aparece con fuego y huracán. En el Nuevo, en cambio, no espera ni consiente que el hombre se arrodille quebrantado para acudir a salvarlo sin esfuerzo; en Cristo se hace un humilde para salvar a los humildes, un perseguido, un condenado. Dios se humilla para salvar al hombre humillado.
La religión invoca al Dios-solución, al Dios llena-huecos, que puede satisfacer sus necesidades. Ejemplo de ella es el voto de Jacob: "Si Dios está conmigo y me guarda en el viaje que estoy haciendo, si me da pan para comer y vestidos para cubrirme, su vuelvo sano y salvo a casa de mi padre, entonces Yahvé será mi Dios, y esta piedra que he levantado será casa de Dios. Y de todo lo que me des, te daré el diezmo" (Gn 28,20-22).
Pero resulta que con el progreso humano los huecos los va llenando el hombre. La antigua mercancía celeste se vende en la plaza pública; no hay que invocar a lo alto, basta salir a la calle. Dios no era como se lo imaginaban las religiones, ni se conforma con ser instrumento y comodidad para el hombre. Quiere que el hombre sea adulto, que ande solo, que se haga independiente. Dios quiere hijos mayores, no niños inseguros. Para ello le pasa al hombre su potencia, le va transfundiendo su propia sangre, lo hace sentirse fuerte. Solamente así liberado, podrá el hombre entablar con él la relación de amor y amistad, de agradecimiento y confianza. Dios no es instrumento, es fruición; no es déspota, es Padre. La mentalidad religiosa interesada es infantil y precristiana.
Ni siquiera la misión en el mundo, que Dios le asigna, es meta última de la Iglesia. La relación con Dios no se agota en el amor del prójimo ni se termina con la fidelidad a un encargo. Más allá quedan todavía la celebración de su bondad y el gozo de su presencia, que florecerán en la vida eterna. Dios es descanso y alegría.
El camino del hombre a través de sus miserias, camino doloroso y sangriento, famélico y llagado, lo llevaba a tomar fácil conciencia de su pobreza y de la necesidad de Dios para salir de ella. Respondía a su situación con la mendicidad religiosa. Mientras el hombre vive encorvado, practica la religión; muchos ritos esconden el deseo de tener contenta a la divinidad para que sea favorable en el momento aciago. Y Dios es tan humilde que se deja utilizar, pero es un estadio pedagógico, no final. Su voluntad es que el hombre salga de la mentalidad religiosa, para que, adulto e independiente, viva de fe y amor. Busca ser amado por sí mismo, no por sus dones.
Cuando Dios acepta la relación imperfecta e interesada, lo hace también por amor. Porque amar significa estar dispuesto a hacer lo que conviene al otro en el momento preciso y a dejar de hacerlo cuando se muestra innecesario. Esa es la actitud de Dios con el hombre; responde a su nivel, según su comprensión y necesidad; es la única conducta posible para un amor verdadero.
También Cristo atendió a los que le pedían salud; los curaba por compasión y como signo del reino que se acercaba. Pero llega un momento, en Getsemaní, cuando es Cristo quien pide ayuda a los suyos; desamparado, triste, indefenso, necesitaba compañía. Cristo pidió a Dios una solución a la tragedia, pero el Padre dulcemente rehusó. Si aquella escena tiene algún sentido es que Dios no resuelve los problemas humanos; desea que el hombre asuma su responsabilidad; y Cristo invita a sus discípulos a sufrir con él a manos del mundo impío. Así es el cristiano en la vida: se adentra en su dolor y alegría, en sus éxitos y fracasos, sin pedir soluciones; pero, como Cristo en Getsemaní, poniéndose en manos de Dios, que es su Padre.
Dios pasa su vigor al hombre, para que él encuentre sus soluciones; por tanto, hay que celebrar la humanidad del hombre y la divinidad de Dios. Hay que gozar de que el hombre viva íntegro, responsable y feliz ante su Padre que lo quiere y lo anima. Cuando el hombre toma en sus manos una empresa para el bien de la humanidad, allí está la gracia alentadora de Dios, y el Padre sonríe viendo las proezas del hijo. La humildad de Dios consiste en retirarse, en eclipsar su poder. Cristo vino a liberar; cuanto más libre y poderoso sea el hombre, más éxito tiene la misión de Cristo. Y Dios no es envidioso; al contrario, se precia de su obra.
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