Han aparecido hasta ahora dos concepciones de la relación del hombre con Dios: la obediencia, muy propia del vocabulario paulino, y la fidelidad, característica del Evangelio de Mateo. Pero hay todavía otra, común al evangelio y a san Pablo, que es la imitación de Dios. Cristo funda en ella el amor a los enemigos: igual que Diso ama y beneficia a buenos y malos, a fieles e infieles, el hombre debe amar a todos, amigos o enemigos, "para ser hijos de vuestro Padre del cielo" (Mt 5,44-45). San Pablo aludía a este motivo en Flp 2,15: "Hijos de Dios sin tacha", texto citado unas líneas atrás. Y, siempre en conexión con el amor fraterno, lo inculca en la Carta a los Efesios: "Nada de brusquedad, coraje, cólera, voces ni insultos; desterrad eso y toda inquina. Unos con otros ser agradables y de buen corazón, perdonándoos mutuamente como Dios os perdonó por Cristo. En una palabra: como hijos queridos de Dios, procurad pareceros a él (lit., "sed imitadores de Dios") y vivid en mutuo amor" (Ef 4,31-52).
Amar a los demás es imitar a Dios, tener el parecido de familia; esto explica la condensación de todo mandamiento en el amor mutuo.
El binomio padre-hijo aplicado a Dios y al hombre denota, por tanto, el amor maduro y profundo, que engendra en el hijo el deseo de parecerse al Padre. No hay dependencia infantil, sino responsabilidad adulta que, precisamente por serlo, se esmera en reproducir los rasgos de la familia. Los demás mandamientos quedan integrados en el del amor; no tienen existencia independiente, como Cristo lo dijo al letrado: "De estos dos mandamientos penden la ley y los profetas" (Mt 22,40); todo lo que no tenga conexión con el amor del prójimo carece de consistencia.
A la luz del cambio de relación entre el hombre y Dios comenzada por Cristo, se entiende la caducidad de la Ley judía y de la mentalidad religiosa antigua. Innúmeros preceptos, disposiciones cultuales, ritos, tabúes, regulaban la vida del hombre: había que decirle en cada caso lo que podía o no podía hacer. El hombre era menor de edad; como niño, tenía miedo de su padre y, según la costumbre oriental antigua, ni siquiera vivía con él, sino en el ala de los esclavos. Llegada la mayoría de edad, se le abren las puertas de la habitación del padre y puede entrar en presencia con la confianza que da la fe (Ef 3,12).
San Pablo no tolera que los que han sido llamados a la edad adulta añoren la irresponsabilidad de la niñez y la falsa seguridad de normas y observancias. Es tajante: "Los que buscáis ser aceptados por Dios en virtud de la ley, habéis roto con Cristo, habéis caído en desgracia" (Gál 5,4). Dios no acepta ya por la meticulosidad de las observancias ni por la sujeción a reglas, sino por la libre responsabilidad a la que Cristo vino a llamarnos. Dios quiere que su hijo crezca.
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