La moral es parte de la respuesta de la fe, y su meta es la creación de una comunidad humana entrelazada por las diversas manifestaciones y grados del amor fraterno que llamamos solidaridad, ayuda, igualdad y hermandad. No puede contentarse, por tanto, con excluir el daño grave, con evitar el pecado; la moral cristiana consiste en la búsqueda de los remedios más eficaces para curar las rupturas humanas, y abarca todo esmero por su misión reconciliadora. Su terreno es la cooperación voluntariosa con toda obra de Dios; está iluminada por la esperanza, pero no roída por el escrúpulo; trata de casos concretos sin dejarse aprisionar por una casuística.
Los códigos morales representan el sedimento de una experiencia social; no son leyes caídas del cielo, abstractas e independientes de la historia, sino todo lo contrario: resultado de una historia, acervo de datos, destilación de éxitos y fracasos, que se registran para orientar la conducta. Esto vale incluso para los mandamientos contenidos en la segunda tabla del decálogo: todos, o la menos la mayor parte, estaban ya en vigor en la cultura mesopotámica anterior al Sinaí. Aparte lo prohibido por ser dañoso en todo tiempo o en alguna circunstancia particular, los códigos no constituyen verdaderas obligaciones, pero suministran un elemento importante para la decisión responsable. Para el cristiano son panorámicas de la vida desde el observatorio de la fe, que señalan caminos prometedores e identifican sendas peligrosas. La comunidad que los diseña debe mantenerlos al día, rectificando itinerarios o trazando otros según las nuevas problemáticas.
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