domingo, 13 de junio de 2010

Obediencia y organización.

Además de la disponibilidad cristiana, aspecto del amor mutuo, existe en toda sociedad organizada la sumisión a reglamentos, disposiciones u órdenes. Muchas veces no pretenden más que establecer un orden del día, sin conexión particular con el bien común. La eficacia exige tales disposiciones y el buen sentido las recomienda. En un cuartel habrá que fijar horas para el rancho, y en una oficina, para la entrada y salida de los empleados; la universidad tendrá un horario de clases. La prescripción concreta podría ser cambiada por otra igualmente eficaz, pero hay que llegar a un acuerdo y, establecido éste, seguirlo.

Toda disposición debe respetar, por supuesto, la dignidad del hombre y seguirse con espíritu de libertad. Pero, ¿hay que llamar virtud a esta observancia? Si se considera autorizada la opinión de los Padres de la iglesia griega, hela aquí resumida por Sejoruné: "Los Padres griegos, según nos parece, no han visto en la obediencia del evangelio apenas más que la obediencia a Dios, que se presta con libertad de espíritu, no com servidumbre. Han celebrado mucho menos la obediencia a los hombres, que para ellos es quizá una necesidad, pero no un medio de progreso espiritual".

Puede haber casos en que la organización imponga sumisiones despersonalizadoras. Tal sucedía, en tiempo de Pablo, con la esclavitud, que sostenía la estructura económica de aquella sociedad. Por definición, reducía al esclavo al nivel de objeto utilizable; la palabra latina mancipium y la griega andrápodon, que significan esclavo, pertenecen al género neutro, el de lo no personal. La relación amo-esclavo, indigna y degradante, era, pues, de persona a cosa. San Pablo no podía cambiar la situación social ni probablemente podía concebir una sociedad diferente, pero intuyó el daño que la institución causaba e intentó redimir a la persona; consideraba intolerable que un hombre aceptase su estado de objeto y por eso aconsejaba al esclavo cristiano obedecer a su amo com si fuera a Cristo (Ef 6,5). Para salvar su dignidad humana y mantenerla, aunque él fuera tratado como una cosa, debía responder como persona, pues ningún hombre puede aceptar ser mero instrumento de otro. Este principio es indudablemente válido para cualquier época y contexto.

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