miércoles, 28 de abril de 2010

El cristiano ante el mundo.

Nutrida de la vida de su Señor, animada por su Espíritu, ¿cuál ha de ser la actitud de la Iglesia ante el mundo que la rodea? Sin duda, la de Cristo mismo: ha de estar dispuesta a dar su vida por sus hermanos los hombres. Para ella no puede ser el mundo un extranjero, un excomulgado, una causa perdida. Cuando lo era, Cristo lo ganó; hay que continuar su obra.

La relación de la Iglesia con el mundo se ha propuesto a veces como un dilema: ¿opción en favor o en contra del mundo? Y a la alternativa se han dado las dos respuestas extremas; unas veces la negativa: desconocer, aborrecer, anatematizar al mundo, abandonarlo a su suerte, y en algunos movimientos espiritualistas, incluso alejarse de él materialmente; otras veces se ha propugnado la afirmativa incondicional, la inmersión, la dilución en el mundo propia de ciertos movimientos comprometidos.

Por pecar de simplismo, ninguna de las alternativas expuestas refleja adecuadamente la realidad cristiana; y al cargar las tintas en una faceta, ambas falsean la verdad. Como quedó explicado en el primer capítulo, el mundo es la masa de los hombres corrompida por el pecado. Si miramos el ejemplo de Dios, que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó para salvar al hombre cuando aún era pecador (Rom 5,8), el mundo se lo merece todo. Pero su pecado es el objeto de la reprobación de Dios, de la "ira" divina, el obstáculo a la salvación, el mal que hay que extirpar.

El cristiano ha de amar al mundo como Dios lo ama, sin aprobar el mal que existe en él. No puede ajustarse al mundo, ni regularse por los principios en él vigentes, ni adorar los ídolos que él adora. Por eso san Juan, que escribió: "Así amó Dios al mundo, hasta dar a su Hijo único" (3,16), puede advertir a los cristianos: "No améis al mundo" (1 Jn 2,15). Mejor que "optar por el mundo" debería decirse "optar por la salud del mundo"; por el otro extremo, mejor que "desprecio del mundo" debería decirse "anticonformismo", protesta contra el mal del mundo.

La humanidad está enferma, aquejada de maldad; para eso hermanos afligidos y calenturientos hay que encontrar la medicina; la solidaridad pide buscar el remedio, pero no dejarse infectar por el microbio. El cristiano debe poner todo interés en mantenerse sano, no para retirarse a su habitación y atrancar la puerta por miedo al contagio, sino para estar al lado del enfermo y vendarle las llagas. Solidaridad total, como Cristo la ejercitó; solidaridad para la salud, como él lo hizo.

Es, pues, tarea cristiana examinar la realidad ambiente, buscando el modo de inyectar en ella la vida, es decir, la fraternidad y la solidaridad, lo que san Pablo llama el fruto del Espíritu: "Amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí" (Gál 5,22-23). Esta es la salud que necesita el enfermo. Y si la enfermedad es contagiosa, también la salud lo es; la manifestación del Espíritu en la Iglesia es la que ayudará a curar al mundo.

El cristiano, es, pues, esencialmente anticonformista, pero lo es por amor, no por odio. Ama tanto al mundo que no puede soportar verlo enfermo y se esfuerza por irlo mejorando; su empeño no es suyo, es obra del Espíritu en él. El cristiano, por tanto, no puede identificar su lealtad a Cristo con ninguna lealtad humana; las que tenga, han de estar subordinadas a su lealtad suprema y sometidas a su crítica, pues sabe muy bien que toda la realidad humana está o puede estar contaminada por el pecado. Debe secundar toda iniciativa apta para mejorar al hombre, pero no puede identificarse más que con el único Señor. Es una actitud de entrega y de distancia, una mirada que llega más allá del horizonte visible, un perfeccionismo que exige la mejora.

Entrega y distancia no suponen un dualismo en el cristiano, son reacciones que responden al valor de los elementos que encuentra en el mundo. Todo hombre, al enfrentarse con la realidad, utiliza una escala de valores, sea más acertada o menos; distingue en su ambiente diversos aspectos, aprobando unos y condenando otros. No queremos decir otra cosa cuando hablamos de entrega y distancia. El criterio cristiano es naturalmente la visión y la esperanza del reinado de Dios, visible en Jesucristo.

Se ha acusado a los cristianos de ser incapaces de entrega verdadera a los intereses del hombre, por tener el corazón puesto en un más allá. Afirmaciones como ésta sufren de muchos equívocos. El cristiano no espera un mundo más allá, sino una nueva edad para este mundo; sabe que la edad en que nos encontramos es transitoria, no definitiva. La edad definitiva ha empezado ya en Jesucristo, pero hay que hacer que el mundo vaya incorporándose a ella. Vuelve a ser útil la distinción enunciada anteriormente: el cristiano está por este mundo, no conoce otro, pero no por su estado presente. Precisamente por su amor al hombre no puede ser cómplice de una sociedad basada en el egoísmo y el pecad; opta por la salud del mundo, no se resigna a su dolencia.

Sabe asimismo que la historia de la humanidad no es asunto exclusivo del hombre, sino resultado del diálogo y la interacción entre Dios y el mundo; mantiene y subraya la realidad de los interlocutores: Dios no es el mundo ni el mundo es Dios. Por eso no puede absolutizar el aspecto humano de la historia ni cree que ésta encuentre solución en sí misma ni por sí misma. Afirmará siempre la trascendencia de Dios, significando que Dios no es identificable con el mundo por muy inmensamente que sea su acción, que Dios no está condicionado por su creación, sino que es siempre soberanamente libre. No hay fusión entre Dios y el mundo, sino alteridad, necesaria para la relación. Y sabe también que la realidad de Dios no se agota en lo que puede conocerse por su acción. Hay más Dios de lo que se ve. No se conoce un continente por los árboles que se divisan en una orilla. Dios es libre para tomar sus decisiones; y el hombre toma las suyas. Si el hombre le vuelve la espalda, Dios responde con Jesucristo. El está en favor del hombre porque quiere y sus respuestas son libres, no mero efecto reflejo.

La historia, que no encuentra pleno sentido en su sola vertiente humana, lo encuentra en el designio de Dios. Es el terreno donde se ejerce la acción de Cristo y madura el reino. Por eso el cristiano se lanza a intervenir en ella y la toma como asunto propio. Su fe le dice que el resultado de la interacción entre Dios y el mundo lleva signo positivo. Aunque no vea en ella una evolución ineluctablemente ascendente, como los determinismos de progreso más o menos disimulados, está mucho más lejos de considerarla cmo un proceso de constante e inevitable decadencia, como los pesimismos que añoran un paraíso perdido. Será paciente y no se dejará llevar por la desesperanza a pesar de las innumerables injusticias y maldades de que es testigo. No rechazará al hombre, aunque no pueda aceptar sin más el curso de los acontecimientos. Aun en las mejores iniciativas descubrirá ambigüedad, producto del pecado de fondo; sin pronunciar anatemas prematuros procurará purificarlas y vigilará para que no degeneren.

Esta actitud no es privativa del cristianismo; pertenece a todo hombre razonable.

II. EL SEÑOR Y LA IGLESIA.

La soberanía de Cristo sobre el universo entero no es visible sino en la porción de humanidad que se llama Iglesia; el grupo de sus fieles que lo reconocen como Señor le muestran su lealtad y viven completando lo que falta a su lucha (Col 1,24).

La Iglesia, sin embargo, no es solamente una parcela del reino universal de Cristo, es además su cuerpo (Ef 1,23). La unión de Cristo con el grupo de sus fieles es más estrecha que con el resto, y su vida circula más plenamente en sus miembros. Si Cristo Señor es el centro del universo, la humanidad y la Iglesia representan dos círculos concéntricos: el círculo mayor es la humanidad entera; dentro de él, y parte suya, existe un círculo menor, que es el Cuerpo de Cristo: la Iglesia. La Iglesia es el resultado visible del reino de Cristo y debe mostrar al mundo la faz de Cristo mismo.

martes, 27 de abril de 2010

El centro de la historia.

El hecho histórico de la muerte-resurrección de Cristo queda constituido en centro y punto de inflexión de la historia humana. Lo anterior se dirige a él; lo sucesivo es despliegue de sus efectos.

Para los judíos, el ápice de la historia se alcanzaba en su desenlace, en la manifestación del reino de Dios al final de los tiempos. En el cristianismo, el ápice ocupa el punto medio de la historia, no el final; la manifestación del reino de Dios no será simplemente el cumplimiento de una promesa, sino el florecimiento de una realidad presente desde ahora.

Todo el Antiguo Testamento se dirige a este centro. La narración bíblica, que empieza con el origen del género humano, se estrecha primero a la historia de Israel, luego a la del residuo e Israel, hasta que en 2º Isaías aparece la figura, colectiva e individual al mismo tiempo, del servidor de Dios, que se realizaría en Cristo, el Hombre, individuo y al mismo tiempo representante de Israel y de la humanidad entera. En él se realiza la salvación del hombre, destinada a la entera raza humana. Oscar Cullmann denomina esta convergencia y divergencia el principio de la concentración hacia Cristo y la dilatación a partir de Cristo; desde la resurrección su reino podría llamarse una estructura anónima del mundo.

La conciencia de una salvación ya efectuada, pero siempre activa, da su fuerza y su importancia al presente. Concebir la salvación como un final grandioso situado en un mundo diverso lleva al desprecio y a la fuga del mundo visible. Al poner la salvación en el centro de la historia y proclamar la soberanía de Cristo sobre la humanidad en camino, el presente adquiere todo su relieve. El reino de Cristo no se sitúa en el más allá, sino en el más acá; es aquí donde tiene que ir venciendo a sus enemigos, donde está empeñada la batalla entre el bien y el mal, entre Cristo y Satanás. El combate decisivo se ganó en la cruz, y el día de la victoria coincidirá con el fin de esta edad, pero entretanto quedan mil escaramuzas, mil recovecos donde el enemigo es todavía fuerte y donde hay que derramar mucha sangre. Esta es la historia presente y a esto llama Cristo al cristiano. Huir de la historia es desertar.

Las dos edades.

Con la resurrección de Cristo comienza la nueva edad del mundo. La antigua, la edad de la decadencia, del pecado y de la muerte, se ha visto invadida por la nueva, la edad del reino de Dios, de la inmortalidad y de la vida. El tirano de la primera era el pecado, el principio activo de la segunda es el Espíritu de Dios, derramado por Cristo.

Existe una superposición de las dos edades, que dudará hasta la desaparición definitiva del mundo viejo, y esta tensión caracteriza la época entre la resurrección de Cristo y la renovación final del universo. La nueva edad ha comenzado, sin suprimir del todo a la antigua; como efecto del reinado de Cristo, el mundo nuevo hace presión sobre el antiguo, la nueva creación avanza poco a poco. El hombre y el universo están todavía sujetos a las consecuencias del pecado, arrastran la decadencia de lo vetusto, pero el principio renovador, el Espíritu, está ya presente y va creando vida nueva entre las ruinas antiguas que se acumulan.

Incluso en el individuo, "aunque lo exterior va decayendo, lo interior se renueva de día en día" (2 Cor 4,16); a pesar del desgaste físico, ley del mundo que pasa, hay en el hombre una realidad más profunda, un núcleo que se va reforzando y que prepara a lo mortal para ser absorvido por la vida: "Para eso nos creó Dios y como garantía nos dio el Espíritu" (2 Cor 5, 4-5). Por eso recomienda san Pablo no entrar en el juego de este mundo (Rom 12,2), porque el papel de este mundo está para terminar (1 Cor 7,31); es la conciencia de lo provisional y transitorio de esta edad.

La muerte-resurrección de Cristo es así el cumplimiento de todas las promesas de Dios y la garantía de su realización plena en el futuro. Nótese el doble aspecto de cumplimiento presente y de garantía del poervenir: "Con esa esperanza nos salvaron" (Rom 8,24); se crea una tensión entre el "ya" y el "todavía no" que caracteriza la etapa del mundo que va de la resurrección a la segunda venida.

La resurrección.

La resurrección es la victoria de Dios y el triunfo de Cristo. La lucha que pareció acabar con la muerte no había terminado. Faltaba aún el resultado final; el árbitro no era el hombre, sino Dios, y él mostró que el llamado vencido salía vencedor, el condenado resultaba inocente, el ejecutado recobraba la vida; vida inmortal, gloriosa, eterna.

Empieza la nueva creación, el cielo nuevo y la tierra nueva, se ha puesto el primer sillar del universo renovado. La resurrección es la sonrisa de Dios y del universo entero: es el primer producto no sólo muy bueno como en la primera creación, sino perfecto, acabado, definitivo, exento de corrupción y decadencia.

Dios ha mostrado de nuevo la fuerza de su brazo. El Antiguo Testamento celebraba la redención efectuada por Dios sacando a su pueblo de Egipto, del país de la esclavitud, a la tierra donde manaba leche y miel; del trabajo forzado, a la prosperidad de Canaán; de la servidumbre, a la libertad. Pero aquel éxodo era sólo figura del gran éxodo que se cumple en Cristo. El verdadero Egipto era el reino de la muerte, reino sin fronteras y sin salida, que oprimía al género humano bajo la angustia de lo irremediable. Jesús entra en la muerte para vencerla, y Dios lo rescata de su dominio: "Llamé a mi Hijo para que saliera de Egipto". Esta es la victoria definitiva sobre el mal. La muerte, abismo de desesperanza, alejamiento de Dios, ruina de la existencia, privación de la vida, fracaso supremo del hombre, se convierte gracias a Cristo en esperanza de vida y de felicidad, en puerta del reino de Dios. La destrucción es semilla de resurrección; la debilidad, de fuerza; la miseria, de gloria.

Cristo concentra en sí la vida y el Espíritu para derramarlos sobre todo viviente. El que recapitula el universo entero es fuente de vida para toda criatura.

En esto precisamente consiste su reino; no es reino de dominio, sino de transformación, no de poderío, sino de salud, no es un reino que oprime, sino que hace renacer; sus súbditos no se encorvan bajo el peso de una ley, se yerguen animados por una vitalidad nueva. Su triunfo está en vivificar, no en doblegar.

Lucha contra el mal.

En el pasaje de Flp 2,6-11, antes comentado, se describe la actividad de Cristo hombre como una obediencia a Dios. Podemos ilustrarlo ahora desde un punto de vista más positivo considerando el Evangelio de Marcos.

Según este Evangelio, toda la vida de Jesús es lucha contra el mal, personificado en Satanás. Para san Marcos, la victoria de Jesús contra Satán inaugura la nueva edad del mundo, que resplandecerá en la manifestación del reino de Dios.

Comienza el evangelista presentando la figura de Juan Bautista, apoyada en el testimonio de las profecías. El Antiguo Testamento se acercaba a su culminación, pues Juan preparaba la llegada del Mesías salvador. El mensajero anunciado anuncia a su vez un acontecimiento inminente: está para llegar el más fuerte, el que bautizará con Espíritu Santo. Ese más fuerte es Jesús, portador del Espíritu de Dios: "Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo" (Hch 10,38).

Terminado el bautismo en el río, el Espíritu desciende visiblemente sobre Jesús, que aparece en esta escena situado entre el mundo de la historia y el mundo trascendente, al mismo tiempo en el río Jordán bajo el cielo que se rasga. Mientras se oye la voz del Padre, que lo proclama Hijo, se posa el Espíritu sobre él, dándole la fuerza para luchar con Satanás el fuerte (Mc 3,27), jefe y dios de este mundo (2 Cor 4,4). Con esta descripción pone san Marcos de relieve la intervención decisiva de Dios en la historia humana; Dios mismo habla para subrayar su importancia. El Espíritu, don de los últimos días, está presente; comienza la etapa final del mundo. Un nuevo dinamismo entra en la historia y va a empeñarse la batalla decisiva.

Para su lucha, el Espíritu empuja a Jesús al desierto. Según san Mateo, Satanás tienta a Cristo para desviarlo de su misión como Mesías. En la primera tentación lo incita a satisfacer el hambre usando de su poder, a ejercer su autonomía olvidando a Dios, a hacer historia por su cuenta, sin contar con el designio divino: ateísmo práctico.

Cuando Jesús afirma su dependencia de Dios, Satanás ataca en el sentido opuesto: si hay un designio divino, Jesús puede tomar las iniciativas que quiera, que no le faltará la protección de Dios; si se tira de la torre, Dios enviará a sus ángeles, pues así lo ha prometido. Se trataba de una conducta también autónoma, pero tentando a Dios, instrumentalizándolo. Satanás lo inducía al providencialismo literalista que exime al hombre de toda responsabilidad, como si el poder de Dios estuviera a merced del capricho del hombre.

Las respuestas de Cristo muestran la concepción cristiana de la historia: Dios la va dirigiendo según su designio, pero esto no quita responsabilidad al hombre, que debe "interpretar los signos de los tiempos" (Mt 16,3) para descubrir en ellos "las palabras que salen de la boca de Dios" y colaborar activamente. Responsabilidad sosegada, pues sabe que el fardo de la historia no pesa enteramente sobre sus hombros.

En la tercera tentación se desenmascara Satanás y se juega el todo por el todo. Propone a Jesús la visión de un Mesías triunfante que usa el poder para implantar el reino de Dios en la tierra. Le muestra y le ofrece el "esplendor" de los reinos del mundo, es decir, la riqueza y la pompa, el poder militar y político. AL que poseyera todo eso lo seguirían los hombres, el triunfo estaría asegurado. La única condición que pone el diablo es que Jesús le rinda homenaje, reconociéndolo por soberano. La escena propone esta lección: estimar que el reino de Dios se establece por medio del poder político, del prestigio humano o de la riqueza significa prestar, rendir homenaje al diablo. Son esas precisamente las tres ambiciones que hacen al mundo malo y que Cristo vino a debelar.

San Marcos, en cambio, es muy parco al narrar la tentación de Jesús; para él lo importante es el hecho mismo, omitiendo los pormenores; lo vital es que hay una lucha entre Cristo y Satán, cuya apuesta es la salvación del mundo. El hombre estaba sometido al diablo; Cristo, el único libre, rechaza a Satanás y sigue fiel a Dios. El Espíritu no empujó a Jesús al desierto para hacerlo un anacoreta ni para separarlo del compromiso histórico, sino para jugar la suerte de la historia. Su vida va a ser una lucha contra el mal, y la empieza enfrentándose con el jefe cósmico del mal. El rasgarse el cielo anunciaba la irrupción de la edad venidera en la presente, por eso el Espíritu del mundo nuevo, que está en Jesús, lo lanza al combate. Había que derrocar al jefe de la edad perversa para inaugurar la nueva edad del reino de Dios.

La victoria de Jesús sobre Satanás acerca el reino de Dios. En el Evangelio de Marcos no es Juan Bautista quien proclama esta cercanía, sino Jesús, después de su bautismo y tentación. Entre la predicación de Juan y la de Jesús ha acontecido algo que ha hecho virar la ruta del mundo; ahora puede anunciarse que el reinado de Dios está cerca. El fuerte está atado, el más fuerte puede arramblar con su ajuar (3,27).

La unidad bautismo-tentación, es decir, la bajada del Espíritu y el cuerpo a cuerpo con Satanás que termina con la victoria de Jesús, es el presupuesto de toda su vida pública. Empieza la hora definitiva, entra en la historia una fuerza nueva: el Espíritu de Dios, que impele hacia el futuro. El presente no puede ya vivir únicamente del pasado, como sucedía en el rígido tradicionalismo de las autoridades judías del tiempo; el pasado está al servicio de la obra presente que camina hacia el porvenir.

La lucha de Jesús contra el mal en su vida pública se manifiesta primeramente en la expulsión de los demonios. El primer sábado que enseña en la sinagoga de Cafarnaún se enfrenta con un poseído y expulsa al espíritu impuro. La posesión diábolica es signo de la presencia del mal en la historia; no es más que le caso extremo y llamativo de la sujeción del hombre al mal. La lucha entre Jesús y Satanás pasa del desierto a lo cotidiano, al conflicto del Hijo de Dios con los endemoniados, víctimas de Satanás. El tono de Jesús hablando a los espíritus impuros es tajante, no hay diálogo alguno; los espíritus gritan, Jesús manda. Se ha declarado la guerra sin cuartel. La acción de los demonios en los hombres es homicida: los retuercen, los hacen echar espumarajos, los dejan como muertos; el demonio tenía el poder de la muerte (Heb 2,15) y llevaba al hombre a su destrucción. Por eso el duelo final entre Satanás y Cristo acabará con la muerte de Jesús, pero esa muerte marcará el fin del que tenía el imperio de la muerte.

La lucha de Jesús contra el mal se libra en tres frentes simultáneos: la liberación de los posesos, la curación de los enfermos y el debate ideológico contra sus adversarios. La posesión es la manifestación visible del dominio de Satanás sobre el mundo; la enfermedad, precursora y anuncio de la muerte, se opone a la salvación que es vida plena; y en los debates con las autoridades judías, Jesús pone en claro el significado, la verdad del momento histórico, atacando la ambigüedad creada por la interesada oposición de los responsables.

Los últimos tiempos han entrado ya en la historia; éste es el punto de vista desde el cual Jesús aclara los casos particulares: existe una situación nueva, un vino nuevo que no puede conservarse en los viejos odres. Se le acusará de blasfemia por perdonar pecados, y él precisará quet iene poder para perdonar pecados en la tierra (Mc 2,10); se le echará en cara que patrocina el pecado comiendo con pecadores, y él responderá que son los enfermos quienes necesitan médico (2,16); se le tachará de irreligiosidad por no ayunar como los fariseos, y responderá que la alegría del reino es incompatible con aquel ayuno cariacontecido (2,19). Se saltará las tradiciones tocantes al sábado y afirmará ser señor del sábado (2,27), invocando el propósito de Dios en la creación. Se comportará de modo semejante a propósito de las reglas sobre el lavarse las manos (7,1-23) o de la casuística sobre el divorcio (10,1-12), volviendo a las prescripciones de Dios mismo, por encima de los desarrollos doctrinales o morales de la tradición judía. Jesús no respeta la tradición si ésta se muestra adversaria del designio de Dios y del espíritu de la nueva edad que comienza. No siente superstición hacia el pasado; el hecho nuevo que es él mismo, exige una actitud diferente y deroga antiguas prescripciones. Distingue diversos grados de validez en el Antiguo Testamento, oponiendo la intención del Creador a las disposiciones del mismo Moisés (10,5-9).

Combate así el confusionismo, la rigidez tradicionalista y el conformismo, porque la fuerza del Espíritu empuja y la nueva edad se abre. Contra el conformismo, expulsa a los mercaderes del templo, proclamándolo casa de oración para todas las naciones (Is 56,7), anatematiznando la cueva de bandidos (Jr 7,11) en que lo habían convertido el abuso perpetuado por las autoridades. El confusionismo es obra de Satanás, que impide al hombre "conocer los signos de los tiempos", y Jesús lo desafía decididamente en este terreno.

La lucha con Satán en el desierto aparece, por tanto, como una interpretación teológica de la historia; toda la vida de Jesús será una continuación de esa lucha en sus manifestaciones concretas. El mal reunirá sus fuerzas para el último ataque y Jesús sucumbirá bajo el odio y el poder de las autoridades paganas y judías. Es el momento de la gran batalla. La muerte de Jesús será la derrota definitiva del reino de la muerte. Aceptada por fidelidad a Dios y para salvar al mundo, Dios la convierte en el triunfo de Cristo, en la vida, el señorío y la plena autoridad sobre el cielo y tierra. La victoria de Cristo sobre Satán era victoria sobre el pecado, su arma para dominar al hombre y, en su última fase, victoria sobre la muerte, fruto y paga del pecado.

Fidelidades.

La fidelidad a un señor es un modo de expresar el ser de criatura, que no encuentra su fin último en sí misma. En la época del Nuevo Testamento se concebía al hombre como campo de batalla para las fuerzas divinas y demónicas que intentaban apoderarse de él. Según la concepción pagana, unas y otras tenían carácter cósmico, por lo que desembocaban en la idea del destino. Los ritmos recurrentes, astronómicos o agrícolas, origen de las divinidades paganas, espoleaban la creencia en una fatalidad inflexible y repetidora.

El hombre no se definía por sí mismo, sino por el señor a quien servía, y el servicio, según la idea del tiempo, comportaba una disponibilidad total, una esclavitud. San Pablo se hace eco de esta concepción en la Carta a los Romanos (6,16.20); después de establecer que el acto de sumisión constituye al hombre en esclavo del dueño que elige, distingue la entrega al pecado, que lleva a la condena a muerte, y la entrega a Dios, que obtiene el indulto y la vida.

El cristiano, antes esclavo del pecado como todo hombre, ha sido emancipado por Dios y ha pasado al servicio de su liberador.

En los evangelios, conforme a la concepción hebrea, el hombre se define por su tendencia. No es una mónada amurallada, sino una aspiración, un anhelo, un deseo; el hombre sirve a un ideal que gobierna su vida. Así lo expresa Jesús en el sermón de la montaña: "Dejaos de amontonar riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a perder; amontonaos riquezas en el cielo, porque donde está tu riqueza está tu corazón" (Mt 6,19-21). El corazón en el lenguaje bíblico es el interior del hombre, la personalidad podríamos decir en lenguaje psicoĺógico, incluyendo conocimiento y afecto. El hombre está clavado a su tesoro. Jesús da por descontado que cada hombre tiene uno, que tiende hacia algo y pone su ideal en algo. Lo importante es que la riqueza sea verdadera y esté bien colocada.

El ideal que el hombre persigue modela su psicología, lo achica o lo engrandece. El hombre se asemeja a lo que adora, si es un ídolo mudo e inerte, se despersonalizará (salmo 113,12-16). La alternativa entre señores o tesoros es uno de los modos como en el Nuevo Testamento se presenta el concepto fundamental de decisión. En boca de Cristo: "Nadie puede estar al servicio de dos amos; no podéis servir a Dios y al Dinero" (Mt 6,24). Varias parejas de opuestos expresan los términos de la opción: carne-espíritu, luz-tinieblas, Cristo-mundo, mal-bien, reinado de Dios-reinado de Satán, edad presente y edad futura. En este conflicto de fuerzas antagónicas el hombre tiene que comprometerse con uno de los contendientes. No valen abstenciones, neutralidad equivale a traición.

Reconocer, profesar y vivir que Jesucristo es el Señor significa manifestar la propia opción, pasar al servicio de Dios, en la persona de Cristo. La opción compromete la vida, pues, quien se pone a disposición de un señor pasa a ser instrumento de sus objetivos: para el mal, si el señor es el pecado; para el bien, si es Dios (Rom 6,12).

Optar por Cristo significa excluir todo otro señor, jurar una bandera y renegar de todas las demás. Pero la opción por Cristo difiere de las otras; mientras servir a los otros señores esclaviza, alistarse al servicio de Cristo libera de la esclavitud.

La opción misma no estaba en poder del hombre. Su servidumbre a los bajos instintos: odios, rivalidades, envidias, inmoralidades, afán de dinero y de poder, eran tan honda, que a pesar de los esfuerzos de su voluntad era incapaz de sacudirla. Era prisionero del pecado (Rom 2,22). Su señor adoptaba diferentes nombres: mundo, pecado, demonio, carne, fatalidad, destino.

La llamada de Dios pide al hombre que reniegue de sus antiguos señores y prometa fidelidad al Señor de cielo y tierra, al que libera a los esclavos.

La profesión de fe.

El título de Señor, como el de Hijo de Dios, constituye el núcleo de varias fórmulas empleadas en los tiempos apostólicos para profesar la fe cristiana. "Jesucristo es el señor" es una de ellas (Flp 2,11; Rom 10,9; 1 Cor 12,3). Este simple enunciado implica la redención entera; afirma explícitamente el reino presente de Cristo, implícitamente su muerte y resurrección, su gloria y su acción en el mundo. Centrada en el presente, connota lo que sucedió una vez y abre la perspectiva a la consumación futura.

En la primitiva Iglesia la fórmula era polémica y contestaba al título imperial. Los cristianos reconocían a Cristo por encima del César, como lo expresa el Apocalipsis al llamarlo "Señor de señores y Rey de reyes" (17,14).

Confesar que Jesucristo es el Señor acentúa la incidencia de la fe sobre el presente; se trata de una soberanía actual activa y dinámica. La Carta a los Romanos la expresa afirmando que Jesucristo, Señor nuestro, fue constituido en su pleno poder de Hijo de Dios a partir de su resurrección de la muerte. Por otra parte, aunque los emperadores romanos hayan pasado a la historia, la expresión "nuestro Señor" conserva su carácter disyuntivo: el cristiano no reconoce otro Señor.

I. CRISTO SEÑOR.

El "Señor", como título aplicado a Cristo, es frecuentísimo en los escritos apostólicos. En los evangelios suele emplearse como mero tratamiento de cortesía, pero desde la resurrección es apelativo propio de Cristo, como ha cristalizado en el Credo: "... y un solo Señor, Jesucristo".

La Carta a los Filipenses inserta en el capítulo II un salmo cristiano que explica la génesis de ese título exclusivo. En antítesis con Adán, que aspiró a la igualdad con Dios por el camino de la rebeldía y el orgullo, Cristo, el salvador, deshace la arrogancia del primer hombre que había inficionado a la naturaleza humana. El ya poseía la condición divina, pero en lugar de hacer alarde de ella tomó la condición de siervo, haciéndose un hombre como los demás y cargando sobre sí las consecuencias del pecado: debilidad, dolor y muerte. Se despojó así de su rango, para volver a él por el camino de la obediencia; al contrario de Adán, fue obediente hasta aceptar la muerte más infamante que conocía su época. Por haberse humillado para salvar al hombre perdido, desandando el itinerario de Adán, Dios lo levantó por encima de todo y le dio el título que los supera todos, su propio título divino de Señor. Señor traduce el nombre de Adonai, exclusivo de Dios en el Antiguo Testamento.

El título de Señor incluye la autoridad divina: "Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18); suprema intensivamente: "toda autoridad," y extensivamente: "en cielo y tierra". A ella corresponde la sumisión universal al nuevo Señor proclamado por Dios, a Jesús, el que vivió entre los hombres y fue crucificado bajo Poncio Pilato: "A este título de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo". Todos los seres, visibles o invisibles, están sometidos a Cristo, a quien corresponde la aclamación universal: "¡Jesucristo es el Señor".

CAP.III. Trabajando en la viña.

"PARA NOSOTROS HAY UN SOLO SEÑOR, JESUCRISTO" (1 Cor 8,6).

El capítulo primero ha expuesto el aspecto profético de la vida cristiana: testimonio de obra y de palabra. El segundo, el aspecto sacerdotal, la vida como culto. El presente capítulo quiere considerarla como una participación y colaboración en el reino de Cristo Señor. Si el enfoque profético comunicaba el contenido del mensaje reconciliador y el sacerdotal iluminaba la sacralidad del mundo y del hombre, considerar la vida como fidelidad a un Señor precisará la actitud del cristiano, la calidad de su lucha y las armas de que dispone.

Desde puntos de vista diferentes se expone la misma realidad; unas facetas del objeto completan a las otras y todas las constituyen.

6. LA PERSONA SAGRADA.

En las antiguas culturas existían personas, o personajes, investidos de carácter sacro. Ejemplo típico es la persona del soberano, que desempeñaba un papel divino conservando el orden del Estado, parcela del orden universal del que cuida Dios mismo. Esta concepción surge en todos los despotismos de tipo oriental, punto de llegada de las antiguas culturas agrícolas. El soberano acabó por considerarse prole de la divinidad como acaeció en Egipto, China y Japón. En Roma también el ascenso a la dignidad imperial llevaba consigo la divinización; la ofrenda de incienso a la estatua del emperador era ritual obligado en los actos públicos y a nadie se eximía de ella, cualquiera que fuese su religión, excepto a los judíos. Los emperadores aceptaban o reivindicaban títulos estrictamente sacros.

En la carta de felicitación a Trajano por su subida al trono, Plinio el Joven lo intitula "santísimo". En tiempo de Diocleciano se acentuó tanto el carácter sagrado de la persona del emperador, que todas las instituciones imperiales recibieron el título de "sacras"; el antiguo quaestor Augusti, consejero del emperador en materia legal, equivalente a nuestro ministro de Justicia, pasó a llamarse quaestor sacri palatii; el ministro de Hacienda, comes sacrarum largitionum; el chambelán o mayordomo imperial, praepsitus sacri cubiculi. Títulos de este género se usaron más tarde en el lenguaje eclesiástico; es superfluo discutir su valor.

Los cristianos no admitieron nunca, naturalmente, la divinidad del emperador, y su negativa al culto imperial acabó a veces en el martirio. Sin embargo, a partir de la paz con el Imperio se permitieron todas las aproximaciones posibles, atribuyendo al emperador una sacralidad particular.

Ya antes de Diocleciano se prestaba al emperador el homenaje de la proskynesis o adoración, basado originalmente en su carácter divino. San Atanasio de Alejandría y san Gregorio Nacianceno, entre otros Padres del siglo IV, consideraron legítima la proskynesis al emperador cristiano o a su imagen, y san Gregorio da al emperador Constantino el título de "divinísimo" (theiótatos); el mismo Constancio y Teodosio II, emperadores cristianos, se aplicaban el título aeternitas mea.

León I, emperador Bizantino, apeló a referéndum de los obispos para decidir si reunía un concilio que tuviera en cuenta a los monofisitas de Alejandría. Las respuestas son interesantes. Todos unánimemente sostienen que la dignidad imperial procede de Dios. Felicitan al emperador por haber sido escogido por Dios como dueño único de tierra, mar y hombres, igual que hay un solo Dios en el cielo. Unas conferencias episcopales lo comparan con el apóstol Pedro, roca sobre la cual Cristo fundó su Iglesia; otras, con David o san Pablo, o le dan el título de sacerdos. De hecho, Roma y Bizancio creían en el carácter sacerdotal de la persona imperial.

El papa León, escribiendo a su tocayo el emperador, usa expresiones que, aunque se interpreten como muestras de diplomacia o cortesía, no dejan de extrañar: "Veo que estáis suficientemente instruido por el Espíritu de Dios... y que ningún error podría desviar vuestra fe...". En otra carta afirma que el emperador no necesita explicación alguna humana, habiendo recibido la fe purísima con la plenitud del Espíritu Santo.

Los emperadores ayudaron, por supuesto. Después de la conversión del Imperio conservaron el título de pontifex maximus; el primero que dejó de usarlo fue Graciano; pero a fines del siglo V vuelve Anastasio I a llamarse pontifex inclytus, como protesta contra dudas que parecían surgir en Roma por aquellos años.

Todo esto eran restos de paganismo. Ha pasado la época en que se tenía por sagrada la persona del gobernante. Según observa Cox, la rebelión de los hebreos contra Faraón, rey divino, instigada por Dios según la narración del Éxodo, fue el primer hito en la desacralización del poder civil. Muchas veces se intentó después, incluso entre los judíos, volver a la concepción sacral, y parece que Salomón la hizo suya en cierta manera, considerando el trono con seis gradas que se hizo fabricar. Pero en la tradición judeo-cristiana tales conatos estaban condenados al fracaso. En Israel mismo no asumió el rey el cargo de sumo sacerdote ni gozó de infalibilidad en sus opiniones o decisiones; el oráculo de Dios era el profeta, no el soberano, y es ocioso recordar las frecuentes divergencias entre profetas y reyes.

Según la definición de lo sagrado dada anteriormente, para el cristiano la persona sagrada es Cristo, Hijo de Dios, que participa plenamente de la vida del Padre; tras él, todo hombre que por unirse a Cristo recibe la vida de Dios y vive con él en relación de hijo. Tal es el sentido de la denominación "los santos" con referencia al pueblo cristiano. Si hay grados en la sacralidad, no dependen de designación o función, sino de la intensidad de la fe y el amor fraterno, de la autenticidad de la vida cristiana.

Como hizo con el espacio y con el tiempo, también respecto a las personas abolió Cristo las castas: "Vosotros sois todos hermanos" (Mt 24,8). Y san Pablo enuncia la desaparición por el bautismo de toda diferencia de raza, sexo o condición social: todos hacemos uno en Cristo (Gál 3,28; Col 3,11).

Considerados los diversos aspectos de la sacralidad, podemos concluir: ninguna criatura tiene por sí misma títulos peculiares de sacralidad; pero toda criatura es potencialmente sacra, el hombre con sacralidad de vida, las demás, con sacralidad de designación y de finalidad. El mundo es una etapa ocultamente sembrada; mientras falta el agua, nada brota, pero en cuanto se riega un trozo, despunta la hierba y nacen flores; la semilla estaba allí. Dios pone el agua en manos del hombre; es misión suya ir regando hasta que "broten los lirios en el desierto".

viernes, 16 de abril de 2010

5. EL TIEMPO SAGRADO.

El templo encarnaba también la idea de tiempo sagrado, pues los sacrificios y funciones que en él se celebraban eran considerados los momentos favorables para aplacar a la divinidad o encontrarla. Además del culto cotidiano, estaban dedicados a Dios días especiales. El más estricto era el sábado hebreo, con su cortejo de fiestas anuales: Pascua, Pentecostés, la luna nueva del séptimo mes, el día de la Expiación, el primero y el último día de la fiesta de las Chozas. En la religión greco-romana existía la semana planetaria, pero no la institución de un día de reposo equivalente al sábado hebreo.

Las premisas establecidas antes fuerzan la conclusión de que el sacrificio cristiano -no se rige por calendarios. Desde el momento en que el creyente descubre quién es Dios y su inmenso amor por el hombre, no puede delimitar momentos para el culto: su vida entera ha de ser culto, como explícitamente lo afirma el Nuevo Testamento.

A riesgo de repetir demasiado, insistimos una vez más en los dos elementos de la vida cristiana, esta vez con palabras de san Juan: "Si Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarnos unos a otros" (1 Jn 4,11). Descubrimiento del amor de Dios, en la fe, y su exigencia de amor al prójimo, "no con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad" (1 Jn 3,18). Este es el culto permanente.

Los cristianos, perteneciendo a la cultura mediterránea, judía o pagana, siguieron como todos la semana de siete días; para celebrar sus reuniones, cambiaron, sin embargo, el sábado hebreo por Çel domingo, "el día del Señor" (Ap 1,10), recuerdo de la resurrección. El domingo no fue al principio un día de reposo, como no lo era en la sociedad civil del tiempo. Transfiriendo el sábado judío al domingo cristiano, Constantino decretó en 321 el descanso dominical, aunque sin extender la obligación a los campesinos.

Era natural que el día de la celebración cristiana desembocara en el descanso, pues la fiesta tiende a distinguirse de los demás días. Así había ocurrido con las festividades judías y con las "ferias" paganas. La unión de Iglesia y Estado declaró el descanso en vigor para la vida pública.

No hay que pensar, sin embargo, que la designación del domingo como día de reunión fuera un decreto eclesiástico inmediatamente llevado a la práctica; hubo grupos cristianos que siguieron observando el sábado hasta el siglo IV; otros grupos, como testifica Tertuliano a fines del siglo segundo, equiparaban el sábado al domingo. Todavía en la Iglesia griega y en la siria el sábado es día semifestivo que excluye el ayuno.

La venida de Cristo acaba con los tiempos sagrados. Al decir: "El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc 2,27.28), desbanca una institución venerable, de origen divino según la tradición judía. Esta palabra de Cristo confirma lo antes dicho: ninguna criatura o institución pueden imponer su sacralidad al hombre; es el hombre quien las escoge y destina según su conveniencia.

Cristo mismo agudizó la controversia efectuando curaciones en sábado (Mc 3,1-6 y parals.; Jn 5,1-18) o permitiendo que sus discípulos lo violaran (Mc 2,23-28 y parals.). En el Evangelio de Juan, Jesús opone a los fariseos esta razón: "Mi Padre trabaja todavía y yo también trabajo" (5,17). El descanso queda subordinado a la actividad por el bien del hombre.

No faltaron cristianos en las primeras generaciones que se consideraron obligados a observar prácticas judías de fiestas, ayunos y prescripciones sobre alimentos. San Pablo reaccionó violentamente contra aquella abdicación de la libertad cristiana: "Nadie tiene que dar juicio sobre lo que coméis o bebéis, ni en cuestión de fiestas, lunas nuevas o sábados. Eso era sombra de lo que tenía que venir, la realidad es Cristo" (Col 2,16-17). La presencia continua de Cristo, que vive para siempre, constituye el tiempo sagrado en que el hombre encuentra a Dios. La antigua preeminencia de ciertos días ha quedado abolida.

Tener tales observancias por condiciones para la salvación le parece a san Pablo tan grave, que lo estima una apostasía: "Respetáis ciertos días, meses, estaciones y años; me hacéis temer que mis fatigas por vosotros hayan sido inútiles" (Gál 4,10-11).

Se eligió el domingo por ser el día de la resurrección de Cristo, por la que Dios mostró su fidelidad a las promesas y garantizó nuestra resurrección. El triunfo de la vida sobre la muerte dio al domingo su alegría particular, su carácter festivo.

Pero de hecho esa alegría debe impregnar la vida entera del cristiano, que se realiza bajo el signo de la resurrección. No es el día particular, el primero de la semana, el que santifica la reunión cristiana, es la reunión la que santifica el día. En el Nuevo Testamento los antiguos días sacros han salido de cauce y han inundado el tiempo entero: todo tiempo es potencialmente sacro, como lo es todo espacio desde que se rasgó la cortina del templo. Espacio y tiempo se han nivelado en Cristo, la plusvalía de lo sacro se extiende a todo lugar y hora.

Recuerdos asociados a un día pueden persuadir que se escoja para la reunión de los fieles, como sucede con el domingo. En lo individual ocurre algo comparable con el cumpleaños de cada uno; no es un día que de por sí tenga especial prerrogativa, pero gusta -o disgusta- celebrarlo porque en él vinimos a la existencia.

La conclusión respecto al tiempo es la misma que respecto al espacio. Todo tiempo es para el cristiano potencialmente sagrado; el encuentro con Dios no está condicionado por fiestas ni fechas. Cada vez que realizamos en el mundo el amor de Cristo, vivimos en tiempo sagrado.

El espacio sacro: La Iglesia-edificio.

La Iglesia-edificio no debe llamarse, por tanto, casa de Dios, sino casa del pueblo de Dios. Para muchos cristianos, esta afirmación perfectamente tradicional resulta chocante, porque piensan en la presencia del Santísimo Sacramento.

Colocar el sagrario en el lugar más prominente de la iglesia no es costumbre antigua ni universal. En otro tiempo se reservaba el Sacramento en la sacristía, que de ahí tomó su nombre. En las granes basílicas antiguas, y en Roma hasta el día de hoy, no se encuentra el Santísimo en la nave central, sino en una capilla lateral. Esto demuestra que la iglesia no se construye en primer lugar para tener reservada la Eucaristía.

Sin embargo, es un hecho que la devoción al Santísimo ocupa un puesto importante en la espiritualidad de muchos cristianos, y estamos muy lejos de querer atacar esa devoción. Quisiéramos, no obstante, hacer algunas observaciones.

La primera es que Cristo está siempre presente en la asamblea cristiana y en cada cristiano; esa presencia es tan real que san Pablo podía afirmar que Cristo vivía en él (Gál 2,20). Cristo está también especialmente presente en la misión cristiana en medio del mundo, como prometió a los apóstoles al enviarlos como mensajeros de su reino (Mt 28,20). Sería, pues, contra el evangelio limitar la presencia de Cristo al Santísimo Sacramento.

La segunda observación es que la presencia del Señor en el sacramento tiene como finalidad la comunión. Está en forma de pan y vino para ser comido y bebido. Por tanto, cualquier devoción al Santísimo ha de estar orientada hacia la comunión, no separada de ella. De lo contrario, iría contra las palabras del Señor: "Tomad y comed, tomad y bebed todos"; ese fue su propósito al quedarse presente bajo las apariencias de pan y vino.

La tercera observación es que la devoción a la eucaristía, más que cualquier otra devoción cristiana, es incompatible con el individualismo. El símbolo sacramental no es simplemente comer, sino comer juntos, "partir el pan". Es el sacramento del amor, del amor de Cristo y del amor entre los cristianos, del que es expresión y alimento. Los capítulos 13 a 17 del Evangelio de Juan, desde el lavatorio de pies a la oración del Señor, son un comentario del significado y el fruto de la eucaristía.

Por otra parte, no hay razón para que un cristiano se sienta cohibido en presencia de Cristo. Según el evangelio, tanta gente se le acercaba y lo importunaba, sin que él se molestara. Hasta las mujeres le llevaban sus chiquillos para que les echara una bendición, y él regañó a los apóstoles que se lo impedían. Cuánta más confianza y espontaneidad es posible para sus fieles, para quienes el Señor es también el hermano (Jn 20,17) y el Maestro es al mismo tiempo el amigo (Jn 15,15).

El espacio sacro, el templo cristiano.

Al afirmar con el evangelio que Cristo es el templo de Dios, expresamos otra de las "concentraciones" realizadas en Cristo. Ya hemos encontrado que si él es el Hijo único, extiende la dignidad de hijos de Dios a todos los hombres que se le unen; y si él es el único sacerdote, es para otorgar esa calidad a todo el que lo cree. Lo mismo sucede con el templo de Dios: el cuerpo individual de Cristo se prolonga en la Iglesia, que es su cuerpo, y así la comunidad cristiana es el nuevo templo.

El símbolo del templo para designar a la Iglesia es frecuente en el Nuevo Testamento. En la Primera Carta de Pedro, Cristo es la piedra viva desechada por los hombres, y los cristianos son también piedras vivas del templo del Espíritu (1 Pe 2,4-5). Para san Pablo, Cristo es la primera piedra, el cimiento son los apóstoles y profetas, y todos los cristianos forman parte del edificio "que es la morada de Dios por el Espíritu" (Ef 2,19-22). Los cristianos son templo de Dios porque en la comunidad habita el Espíritu (1 Cor 2,16), y ése es el motivo para evitar todo sincretismo con las creencias paganas: "¿Son compatibles el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templo de Dios vivo" (2 Cor 6,16).

Esta doctrina del Nuevo Testamento confirma el concepto de sacralidad expuesto anteriormente. Si lo único sagrado en la creación es el hombre, sólo en el hombre puede habitar Dios; el lugar sagrado, por tanto, no era más que un símbolo, ahora superado, de la presencia de Dios entre los hombres: "Así lo dijo él -es argumento de san Pablo-: "Habitaré y caminaré con ellos; seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (2 Cor 6,16).

Nuestras iglesias no son por sí mismas lugares sagrados, sino locales de reunión para el pueblo santo; si algún carácter sagrado deriva de ello, se basa únicamente en su finalidad. Así lo entendieron los cristianos durante siglos.

Según los Hechos de los Apóstoles, la primera comunidad de Jerusalén, con los apóstoles a la cabeza, asistía a las oraciones judías del templo, pero la ecucaristía, "el partir el pan", se celebraba en una casa (Hch 2,46). Y ciertos grupos cristianos hacían ya poco caso del templo, si juzgamos por la acusación levantada contra Esteban (Hch 6,14).

Incluso después de la paz de Constantino, cuando ya desde hacía tiempo se construían iglesias, la idea estaba presente. Por ejemplo, el compilador de las Constituciones apostólicas, apócrifo de fines del siglo IV, afirma: "No es el lugar el que santifica al hombre, sino el hombre al lugar". Y el papa Sixto, del siglo V, dedica la basílica de Santa María la Mayor al pueblo de Dios, como se lee todavía en el arco del ábside: "Xystus episcopus plebi Dei".

Ningún lugar tiene privilegios de cercanía a Dios; un edificio se llama sacro únicamente por estar destinado a albergar a los creyentes, y para ello ninguna bendición o consagración es necesaria. Tales ceremonias, como hemos dicho antes, no significan más que el propósito de reservarlos para tal uso. Si el local dejara de utilizarse con ese fin, perdería su carácter sacro, que procedía de la presencia habitual de la comunidad cristiana.

¿Es sacro todo espacio? ¿Cuál es la concepción cristiana? El cristianismo desmocha las diferencias, aplana los desniveles; en esto coincide con el secularismo. Pero la oposición es total: el cristiano cree que en todo lugar puede transparentarse Dios; el ateo piensa que en ninguna parte puede arrebolarse la realidad, porque la luz no existe.

Para el cristiano todo lugar es potencialmente sagrado, es decir, apto para encontrar a Dios. Y un lugar se sacraliza particularmente por el encuentro humano, pues todos juntos, como piedras vivas, construimos la morada de Dios.

El espacio sacro en los evangelios.

El santuario de Jerusalén era el norte para la brújula espiritual del israelita; pero estaba ligado a una cultura y era un obstáculo para el designio universal de Dios. Si Cristo quería derrocar las barreras entre los hombres, el templo tenía que desaparecer.

En los evangelios sinópticos anuncia Cristo la destrucción del templo (Mt 24,2 y parals.). Sus palabras, deformadas, sirvieron de base a la acusación ante el sumo sacerdote (Mt 26,61 y parals.). En el Evangelio de Juan declara Jesús que el nuevo templo es él mismo: "Destruid este templo y en tres días lo levantaré... Pero el templo de que hablaba era su cuerpo" (Jn 2,19.21). En adelante, el lugar del encuentro con Dios será la persona de Cristo, el nuevo templo no circunscrito a un recinto material.

La samaritana quiso saber la opinión del profeta judío sobre la antigua controversia acerca del culto en el monte Garizim o en Jerusalén. Jesús le responde que ha pasado la época de los templos, "ni en este monte ni en Jerusalén"; única condición para dar culto a Dios será la sinceridad de espíritu, "ésa es la adoración que el Padre desea" (Jn 4,21.23).

La desaparición del espacio sagrado está poderosamente expresada por el rasgarse de la cortina que ocultaba el "santísimo" o capilla interior del templo, en el momento de la muerte de Cristo. "Se rasgó en dos de arriba abajo" (Mt 27,51), la presencia de Dios se abre al mundo, no se limita a un espacio.

martes, 13 de abril de 2010

El espacio sacro en Israel.

Según los datos del AT, Israel pasa por varias etapas, dentro de su fe monoteísta. El relato de la creación traza una línea divisoria entre la divinidad y la naturaleza circundante, desmintiendo el mundo "encantado" de los primitivos. Ningún ser de este mundo se identifica con Dios ni con lo divino.

El Dios de los patriarcas no está encerrado en templos; en cualquier lugar se manifiesta y se le ofrecen sacrificios. Jacob tuvo la visión de la escala celeste mientras dormía en un alto de su viaje; allí erigió una estela y derramó una libación de aceite (Gn 28,11-22).

En el desierto, después de la salida de Egipto, el tabernáculo es ambulante; el arca es signo de la presencia de Yahvé, pero la nube, por encima del arca, es la que indica la ruta del pueblo. La instalación en la tierra prometida no ocasiona una centralización del culto: varios lugares en que había descansado el arca seguían considerándose como sagrados.

Más tarde, sin embargo, los cultos de la fertilidad cananeos sedujeron a los israelitas, que los imitaron para propiciarse a los dioses locales, patronos de las buenas cosechas. Este deslizamiento hacia la idolatría, amén de razones políticas, provocó la centralización del culto de Yahvé, y se construyó el templo en Jerusalén.

¿Se había demarcado el espacio sacro? Sí, pero no del todo. El perímetro del templo pagano trazaba la linde de lo sacro encerrando al dios dentro. Yahvé no se deja aprisionar. En primer lugar, no tolera que lo representen, no admite que proyecciones humanas esculpan su imagen. Acepta un templo, ceremonias, vestidos, jerarquías, sacrificios, como los demás dioses, pero queda siempre por encima; no se deja domesticar, no permite que lo transporten o adornen. COmo en el desierto, él es libre y la iniciativa es suya.

Sucede lo mismo con las descripciones que de él se hacen: podrán llamarlo guerrero o juez, hablar de su brazo, del humo de sus narices, incluso de su bramido o relincho, pero su nombre, Yahvé, quedará siempre enigmático. Es un Dios disponible para el corazón del hombre: "Antes de que me llamen, yo les responderé; aún estarán hablando y los habré escuchado" (Is 65,24), pero no para sus manos; es guía, no instrumento; acepta dones, no sobornos; y todo el cálculo y la diplomacia humana deben reconocer su superioridad. Yahvé anuncia la ruina de su templo, y deja que lo destruyan, porque no está vinculado a un espacio; proclama que es Dios del universo e ironiza él mismo sobre su casa: "El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies: ¿Qué templo podréis construirme o qué lugar para que descanse? Todo eso lo hicieron mis manos, todo es mío" (Is 66,1-2). El templo le venía estrecho.

CAP.III. EL ESPACIO SACRO.

El hombre primitivo vive en un espacio sacral, inundado de la presencia y acción de lo divino. Este se manifiesta de mil modos y en mil ocasiones, se agazapa detrás de cada objeto, amenaza o sonríe desde cada fenómeno natural. El espacio está "encantado", pululando de poderes propicios u hostiles; para sobrevivir, el hombre tiene que ir asegurándose su favor o sorteando su enemiga. El mundo que lo rodea es el campo de acción de fuerzas sobrehumanas.

Aunque esta concepción quedara arraigada en la mente del pueblo, poco a poco la sociedad se emancipa y acordona espacios reservados a la divinidad; lo divino difuso y ubicuo de antes cuaja ahora en estatuas, piedras o símbolos variados, animales o humanos, colocados a menudo en lugares prominentes. El campo magnético de la divinidad puede extenderse a todo un bosquecillo.

La efigie del dios se encierra en un templo, y en su capilla se hace sentir la divina presencia. Delante del templo (fanum), o espacio sacro, se extiende el "profanum", el espacio de la vida ordinaria, de donde el dios está ausente. También en griego, -témemos- el templo, deriva del verbo -témno-, cortar, y significa espacio acotado. El templo es pequeño, es la casa del dios, no de la gente. La delimitación del espacio sagrado en recintos aparece en las más diversas culturas.

sábado, 3 de abril de 2010

CAP.III. SANTIDAD DE OBJETOS.

Llamar santos a los creyentes ha caído en desuso; por el contrario, se ha prodigado el epíteto para apellidar objetos e instituciones. Si santo o sacro es el ser que participa de la vida de Dios, resulta evidente que ningún objeto, edificio, vestido, tribunal ni comisión puede ser llamado santo o sacro por ninguna cualidad intrínseca a él. Puede serlo solamente por denominación extrínseca, analógica, "en cierto modo" santo.

En concreto, a cualquier criatura que no sea el hombre, el carácter sacro no le viene de Dios, sino del hombre mismo. El hombre puede destinar ciertos objetos a significar su relación con Dios, puede elevarlos a símbolos de su fe. Y el hombre, que los reserva para tal finalidad, puede revocarla, cancelando su carácter sacro.

La santidad o sacralidad de la criatura consiste siemrpe, por tanto, en una relación. En sentido propio es la relación del hombre a Dios por la participación de la vida divina. Es intrínseca, verdadera y permanente mientras el hombre no la rompa. La otra santidad, meramente analógica, es la de un objeto destinado por el hombre a expresar su relación con Dios. No confiere al objeto ninguna cualidad intrínseca independiente del hombre, le atribuye sólo una denominación que indica su destino; no es permanente, sino transitoria, pues su duración depende de la voluntad del hombre. Dios crea la santidad del hombre, el hombre la confiere a las cosas.

Un ejemplo. Se destina una copa a la celebración de la eucaristía. Mientras se use con tal propósito puede considerarse como objeto sacro. Si por su valor artístico dejara de usarse para quedar expuesta en un museo, cesaría su carácter sacro; éste le venía únicamente del uso a que se destinaba.

Si es el empleo en un contexto y para un fin determinados el que constituye la sacralidad de un objeto, se deduce que éste no necesita consagración alguna preliminar. De hecho, hay Iglesias que no la conocen. En caso de que se adopte, indica solamente la intención de reservar la copa para esa determinada función, de ningún modo que la copa adquiera una cualidad permanente de sacralidad independiente en lo sucesivo del hombre.

Otra cosa es que un objeto merezca respeto o veneración. Las imágenes, por ejemplo, aunque no sean sacras en sí mismas, merecen respeto por lo que representan y recuerdan. Son un caso parecido al de la fotografía de una persona querida que, sin pretensión alguna de sacralidad, puede inspirar profunda veneración.

En las antiguas religiones se pensaba que ciertas estatuas, piedras, edificios o lugares poseían fuerzas misteriosas y sobrehumanas que se imponían amenazadoras al hombre. Cristo nos ha liberado de ese mundo tenebroso y espeluznante. El terror de lo sacro es uno de los aspectos de la "esclavitud a lo elemental" de que habla san Pablo (Gál 4,3). Creemos en un solo Dios, y Cristo nos ha revelado que su rostro es de padre, no de tirano. En el Evangelio de Marcos opone Jesús la fe al miedo o al temor, como en el caso de Jairo: "No temas, basta que tengas fe" (5,36). Cuando se acerca a los discípulos andando sobre el agua, gritan de susto, pero Jesús no acepta el miedo como reacción a su persona: "Ánimo, soy yo, no tengáis miedo" (6,50). La fe, que hace conocer a Dios en Jesucristo que lo revela, suprime el terror de las antiguas religiones: "Gracias a Cristo tenemos libre acceso (ante Dios) con la confianza que da la fe en él" (Ef 3,12).

En frase de san Pablo, "no es la comida lo que nos recomienda ante Dios: ni por privarnos de algo somos menos ni por comerlo somos más" (1 Cor 8,8). Lo mismo puede afirmarse de toda otra criatura. Ninguna tiene poder por sí misma para hacernos más o menos a los ojos de Dios; pueden ayudarnos, en cambio, si encarnan una expresión de lo que somos. Pero hemos de tener cuidado de no arrodillarnos ante la obra de nuestras manos; ayuda subordinada a nosotros, bien; ídolo, proyección nuestra, ante el que nos curvamos como si fuera superior a nosotros, nunca. Habríamos salido del ámbito del cristianismo.

Las bendiciones de objetos: casas, velas, palmas, etc., pueden ser ocasiones de expresar la fe. Pero atribuirles además la infusión en el objeto de una divina virtud estable y eficaz por sí misma, nos parece que sería atravesar el lingero de la magia.

CAP.III SANTIDAD DEL HOMBRE.

La santidad indica el misterio del ser divino y su esencial diferencia con todo lo creado. En consecuencia, ninguna criatura es santa de por sí. Puede serlo solamente si Dios le comunica su ser, su vida. En Dios, la santidad es esencial, es un nombre para designar su ser mismo; en la criatura, por el contrario, no puede ser sino una relación, que nace por iniciativa libre del mismo Dios. Es el don, regalo, gracia que Dios le concede comunicándole su misma vida. La relación que se origina es tan estrecha, casi diríamos de consanguinidad, que se expresa en las categorías de Padre-hijo.

Este sentido tiene la expresión "los santos", que en las cartas de san Pablo designa a los cristianos; significa el grupo de hombres que han recibido la vida divina por la fe y el bautismo. Teniendo en cuenta los ecos del Antiguo Testamento que resuenan en la expresión, puede traducirse por "el pueblo santo" o "los consagrados".

En la tierra, la única criatura capaz de recibir la vida de Dios es el hombre, creado a imagen de Dios. En consecuencia, sólo a hombres puede aplicarse el adjetivo santo; el fundamento de tal apelación no puede ser otro sino que hayan recibido el Espíritu de Dios, que, por decirlo así, circule en ellos la sangre celeste. Todo hombre está llamado a esta relación con Dios que constituye la santidad.

Cap.III. SANTIDAD DE DIOS.

"Santo" y "sagrado" o "sacro" son términos que designan la misma realidad; "santo" en su aspecto personal, "sagrado" o "sacro" en el de su manifestación objetiva. La lengua común, sin embargo, utiliza a veces el adjetivo "santo" en el sentido de "sagrado", como en las expresiones "el santo rosario", "la santa misa".

Ante todo hay que afirmar que ninguna criatura tiene derecho a tales apelativos. El único santo es Dios. "Santo" fue la triple aclamación de los serafines en la visión de Isaías (Is 6,3); y desde hace muchos siglos el himno "Gloria a Dios en el cielo", que nace en griego antes del siglo V y se adopta en todas las Iglesias, lo enuncia: "Sólo tú eres santo".

La santidad divina no se basa en cualidades morales ni depende de la ausencia de pecado; esas son deducciones que fluyen del concepto de santidad. Todos los atributos que predicamos de Dios: bueno, justo, misericordioso, etc., se refieren al misterioso sujeto indefinible: Dios. Este escapa a nuestros conceptos e imaginación. Su ser está tan por encima de toda criatura que ésta en su presencia se siente ínfima, impura; y no ya por razón de pecados cometidos, sino por la abrumadora superioridad, la abismal diferencia que descubre, la sobrecogedora excelsitud.

Es el Antiguo Testamento, como en todas las religiones precristianas, la experiencia de los divino provoca una sensación de anonadamiento: "Yo que soy polvo y ceniza" (Gn 18,27); de pánico e impureza: "¡Ay de mí! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al rey y señor de los ejércitos" (Is 6,5). También en el Nuevo Testamento se encuentran reacciones parecidas, como la de Pedro al contacto con el misterio de la pesca milagrosa: "¡Señor, apártate de mí, que soy pecador!" (Lc 5,8).

Cap.II EL SACRIFICIO COMO SÍMBOLO.

El término sacrificio suscita en la mente la víctima, el altar y la efusión de sangre; a este concepto respondía la mayor parte de los sacrificios del Antiguo Testamento y de las religiones paganas.

El sacrificio judío era un modo de expresar la relación del hombre con Dios, con el propósito de acrecerla o renovarla. Suponía que, en virtud de la alianza, Dios estaba siempre abierto al diálogo. La actitud del hombre al acercarse a Dios contenía dos elementos: uno objetivo, la profesión de fe, el reconocimiento del Dios único, creador y salvador; otro subjetivo, la reacción psicológica provocada por la profesión de fe: adoración, alabanza, acción de gracias y, en primero o segundo plano, la conversión del pecado. La ofrenda de la víctima expresaba la fe no sólo con palabras, sino con gesto ritual. Se quería reconocer y manifestar plásticamente la pertenencia y entrega a Dios. El matiz de conversión presente en todo sacrificio le daba un carácter purificador.

Se considera ordinariamente que al emplear el término sacrifico para designar la fe o la caridad se está usando en sentido simbólico. A nuestro parecer sucede exactamente lo contrario. Símbolos eran los antiguos ritos sacrificales, cuya realidad profunda era la entrega a Dios. Lo que aparece en el Nuevo Tstamento es la realidad misma contenida en ellos. La verdadera entrega a Dios es la fe. Todo lo anterior eran imágenes imperfectas. Y una vez que la realidad de un símbolo sale a la superficie y puede conceptualizarse, queda sólo una cáscara vacía que pierde su significación. Por esa razón han caducado las antiguas instituciones cultuales; al comprenderse la esencia de la relación con Dios, sus viejos símbolos han caído en desuso. Es inútil además empeñarse en descubrir el sentido de las nuevas realidades escudriñando sus antiguas imágenes; se consigue sólamente impurificar lo permanente con posos de lo transitorio.

En la fe, víctima y sacerdote son el hombre mismo. Se ofrece la persona histórica concreta, el propio ser y su compleja relación. Y el único capaz de ofrecer la propia persona es el sujeto mismo: no puede haber distinción entre sacerdote y víctima.

Hemos visto anteriormente que también el amor y ayuda mutua cristiana se designan como sacrificios. Es consecuencia de la unión indisociable entre fe y caridad: don de sí mismo a Dios exige don de sí mismo al prójimo, a menos que el primero sea una pura ilusión. Sólo el amor da consistencia a la fe.

De los tres conceptos, sacrificio, víctima y sacerdote, el central es el primero, en su acepción de entrega a Dios. Los otros dos son términos simbólicos, derivados del primero y mucho menos necesarios, o por mejor decir, mucho más condicionados culturalmente. "Víctima" sigue fuertemente asociado a derramamiento de sangre o se carga de matices de piedad barata. "Sacerote" está ligado a acción ritual. Quizá fuera ésta la razón por la que san Pablo lo evitaba.

Si queremos resumir lo dicho sobre el sacerdocio cristiano, lo expresaremos en esta fórmula: sacerdote es quien vive la entrega de la fe en la práctica del amor mutuo (Gál 5,6).

Cap.II SACERDOCIO DE CRISTO Y SACERDOCIO DEL CRISTIANO.

Cristo concentra en sí a la humanidad entera. Lo que sucede en él es modelo de lo que debe suceder en todo hombre. Es el el paradigma de la raza humana, el primero de muchos hermanos, su precursor (Heb 6,20) y su pionero (2,10). Jesucristo es el Hijo único, para que todos los hombres sean hijos de Dios; el único sacerdote, para que todos sean sacerdotes de Dios, es uno con el Padre, para que todos sean uno; recibe el Espíritu, para derramarlo sobre toda criatura; es Señor, para que todos reinen; murió y resucitó, para que todos los que mueren resuciten con él.

El sacerdocio de Cristo es causa y origen del sacerdocio de todos; a los que él consagra, comunica la perfección fundamental de la fidelidad a Dios que es el sacerdocio (Heb 10,14). Como el suyo, es el sacerdocio de la vida, entregada a los hombres por fidelidad a Dios; su lugar sagrado es el mundo; su tiempo sagrado, la historia, iluminada por la esperanza; su ofrenda y su sacerdote, el hombre, dedicado a Dios y al prójimo. La consagración se recibe en el bautismo, que incorpora a Cristo, a su muerte y a su vida. El ejercicio es la vida entera: alegría y dolor, fiesta y tarea.

Como Cristo, el cristiano es sacerdote en favor del mundo, y su misión es consagrarlo como él mismo fue consagrado por Cristo (Heb 2,11; 10,10.14.29). Con su ejemplo y su palabra debe, por tanto, ayudar a los hombres a vivir en la verdad (Jn 17,17), en la autenticidad, sacándolos de las ambiciones y rivalidades del mundo. El óleo de consagración será el amor de Dios a los hombres, que él muestra con sus obras, y las grandezas de Dios que anuncia. Así irá rescatando el mundo.

Debe tener presente que el sacerdocio recibido en el bautismo será efectivo mientras dure su propia consagración en la verdad, mientras no pertenezca al mundo (Jn 17,16). Si volviera a admitir en sí la insinceridad y la ambición, quedaría profanado.

Cap II. FRUTO DEL SACRIFICIO.

La transformación de Cristo-hombre lo lleva a la perfección suma, al desarrollo total (Heb 2,10; 5,9), que inaugura la nueva relación con Dios. Su consagración sacerdotal consiste precisamente en el culmen de perfección alcanzado; éste le da entrada a la presencia de Dios y Dios lo proclama sumo sacerdote en la linea de Melquisedec (5,10).

El doble significado del término griego teléiosis; perfección y consagración sacerdotal, indica la esencia del verdadero sacerdocio: vivir unido a Dios en la nueva condición de obediencia. El sacerdocio de Cristo es así definitivo, pues consiste en la nueva relación con Dios consecuente al cambio de su naturaleza humana. Dios lo constituye en causa de salvación para los hombres que le obedecen a él (Heb 5,9), siguiendo su ejemplo de obediencia al Padre. Por ser el sacerdote definitivo (7,24-25), la salvación que procura es definitiva, eterna (5,9). Todos los ritos o conatos de reconciliación con Dios han caducado, la reconciliación está hecha para siempre; la sangre de Cristo, que se ofreció a Dios sin mancha por medio del Espíritu eterno, nos purifica de las obras de muerte para que sirvamos al Dios vivo (9,14). El nuevo sacerdote puede salvar definitivamente a los que por su medio se acercan a Dios, pues vive siempre para interceder por los hombres (Heb 7,24-25; Rom 8,34).

Toda la vida de Jesús en la tierra fue una preparación a su sacerdocio. Antes de su consagración compartía nuestra debilidad y miseria (Heb 2,14; 4,15; 5,7-8); a partir de ella, posee la estabilidad, la gloria y la fuerza.

Cap.II. LA TRANSFORMACIÓN DE CRISTO.

En el pasaje que comentamos hay una frase, banal a primera vista, pero que, examinada más a fondo, da la clave de la redención del hombre en Cristo Jesús. Dice la carta: "Sufriendo aprendió a obedecer" (5,8). Ahora bien, cuando en el lenguaje común se afirma que el hombre aprende con el dolor, se significa que los efectos de la madurez adquirida influyen en la conducta subsiguiente. ¿Cabía afirmar tal cosa de Cristo, que iba a morir a las pocas horas?

El autor pesa cuidadosamente sus palabras. Pocos versos más arriba había calificado a la humanidad de "ignorante y descarriada" (5,2), y ésa fue la naturaleza humana que Cristo compartió. Con el sufrimiento aprende Cristo, curando la ignorancia; y lo que aprende es obedencia, remediando el extravío. No se trata de un aprender para la vida futura, sino de embeber hasta la médula la calidad de hijo fiel al Padre; la naturaleza humana, deformada por la rebeldía y arrogancia contra Dios, hecha de hija enemiga, se transforma en Cristo llegando a la obedicencia y fidelidad total; surge el hombre nuevo, "la nueva condición humana creada a imagen de Dios" (Ef 4,24), el hijo perfecto (Heb 7,28) en completa armonía con Dios su Padre. La identificación de Cristo con la voluntad del Padre, hasta morir por ser fiel a su misión, arranca del ser del hombre la raíz misma de la desobediencia y cura la enfermedad de la raza humana.

Por eso Cristo es el nuevo Adán, el primero de la nueva estirpe en que se descubren los rasgos de Dios: "La desobediencia de un solo hombre constituyó pecadores a todos; la obediencia de uno solo constituirá justos a todos" (Rom 5,19).