Cap.II.3.
El diálogo.
¿Es posible un diálogo entre la Iglesia y el mundo? Negarlo significaría desestimar la acción de Cristo en la humanidad entera. Hemos descrito anteriormente, sin usar medias tintas, la oposición irreductible entre Cristo, que es la paz (Ef 2,14), y el mundo de rivalidades y ambiciones. Tomar conciencia de esa oposición es imprescindible para entender el designio de Dios y el llamamiento cristiano. Pero en varias ocasiones hemos insistido también en que la acción de Cristo no se concentra en la Iglesia, sino que se extiende al mundo entero; la Iglesia es su resultado más visible, las primicias del reino que se incuba en la humanidad, selladas con la marca de Dios.
Por los caminos del mundo va Cristo de chaqueta. Como uno de tantos, habla y escucha, se mezcla con grupos y se asocia a los que van por la carretera. ¿En cuántos deja huella su palabra? Aunque no le pregunten por el nombre, su perfil queda impreso, asociado a un anhelo de justicia y a una esperanza de lo que parecía imposible. Esos que lo encuentran sin saberlo son los primeros interlocutores de la Iglesia: “Todo lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que haya, eso tenedlo por vuestro” (Flp 4,8). Quien busca sinceramente ayudar a los demás es camarada.
Esos hermanos que no viven en casa no entienden los modismos cristianos ni se interesan por nuestros recuerdos de familia. Acostumbrados al tecleo de las máquinas o al vocerío de las manifestaciones, no tienen oídos para vocabularios extraños ni para relatos del pasado; piden a todos que hablen su lengua franca, cuyo término clave es el hombre.
El cristiano ha de traducirles los hechos pasados que le dan identidad y la palabra que le revela a Dios. No les hablará de “imagen de Dios”, sino de “dignidad humana”; no de “unidad de Cristo”, sino de “dinamismo”, muy consciente, sin embargo, del trasfondo de su nuevo lenguaje.
El habla de la fe tiene sentido para el que cree, es inútil dificultar la tarea haciéndose ininteligible. Si la Iglesia existe para el mundo, a ella le toca el esfuerzo para comunicar; es parte de su misión y aspecto de su humildad; ella busca el diálogo porque el amor de Cristo la aguijonea (2 Cor 5,14) a la ayuda, no por deseo de ostentar superioridades o insinuar esoterismo. Según convenga, su lenguaje será pragmático o idealista, pero siempre para ser comprensible, centrado en el bien o el mal del hombre. Los otros vocablos que contiene su diccionario, tan vívidos en su memoria, tendrán su momento.
Juan Mateos. Más allá del Cristianismo Convencional. ¿Qué es eso de ser cristiano? Para Mateos - y también para Pablo -, la vida cristiana es, ante todo, algo "profético" testimonio de la unidad y felicidad propia del Reino, tarea de reconciliación entre los hombres y denuncia de la maldad que la impide.
JUAN MATEOS.
CRISTIANOS EN FIESTA EN PDF.
ÍNDICE DE CRISTIANOS EN FIESTA.
domingo, 20 de diciembre de 2009
martes, 8 de diciembre de 2009
CAP.I.3 El anuncio.
Cap.II.3
El anuncio.
Cuando el grupo cristiano no existe aún, es necesaria una proclamación para formarlo: “¿Cómo creer sin oír hablar de él?, ¿y cómo oír hablar si nadie lo anuncia?” (Rom 10,14). El pregón no intenta convertir a todos, sino dar ocasión a la acción de Dios, que elige testigos y colaboradores dándoles su conocimiento y revelándoles a Jesucristo.
La simultaneidad entre anuncio y acción divina queda ilustrada por el relato de la predicación de Pablo y Bernabé en Filipos. Un sábado salieron los apóstoles de la ciudad y fueron por la orilla del río hasta un sitio donde pensaban que se reunía gente para orar. Encontraron a algunas mujeres y se sentaron a hablar con ellas. Pablo les exponía el mensaje cristiano. Una de ellas, Lidia, que por influjo judío creía ya en el verdadero Dios, lo estaba escuchando y “el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo”. Se bautizó con toda su familia e invitó a los apóstoles a hospedarse en su casa (Hch 16,13-15).
Aparece muy claro el llamamiento divino; el texto insinúa que del grupo de mujeres piadosas solamente Lidia se convirtió. Confirma así lo expuesto anteriormente; a menos de admitir una contradicción palmaria entre el propósito divino de salvar al mundo entero y la acción concreta de Dios, hay que reconocer que el llamamiento a ser cristiano no invita exclusivamente a la salvación propia, sino ante todo al testimonio ante el mundo.
Sólo con esta manera de ver se explica el comportamiento de Pablo en su labor misionera: “De ese modo, dando la vuelta desde Jerusalén hasta Iliria, he completado el anuncio de la buena noticia de Cristo… Las más de las veces ha sido eso precisamente lo que me ha impedido ir a visitaros; ahora, en cambio, no tengo ya campo de acción en estas regiones” (Rom 15,19.22-23).
Es más que evidente que el porcentaje de cristianos era aún muy escaso en Siria, Asia Menor y Grecia; sin embargo, Pablo, establecido el testimonio, siente que su misión allí ha terminado y que le toca implantarlo en otros territorios.
La obra se continúa por la presencia y la actividad de las comunidades; una vez que existe el polo de atracción, los nuevos llamados sentirán su magnetismo y encontraron la puerta.
La conversión de Lidia, narrada hace un momento, da pretexto para otra consideración. Era una vendedora de púrpura, ni aristócrata, ni culta, ni influyente. ¿Qué colaboradores se elige Dios? Otro pasaje, esta vez de san Pablo, propone el mismo problema. Se dirige a los corintios y observa: “Y si no, hermanos, fijaos a quiénes os llamó Dios: no a muchos intelectuales ni a muchos poderosos ni a muchos de buena familia; todo lo contrario” (1 Cor 1,26-27). La presencia en la Iglesia de gente modesta y mediocre ha irritado y escandalizado a algunos. Y, sin embargo, es una gran lección que Dios da: lo único que salva es el amor, no la ciencia, el poder o la influencia; y capaces de amar son todos. Al escoger lo que no cuenta, o en frase algo despechada de san Pablo “lo necio, lo débil, lo plebeyo, lo despreciado, lo que no existe, Dios anula todo pretexto para blindar el corazón, humilla toda pretensión de obtener vida sin amar.
Si la salvación es para todo hombre, tiene que estar al alcance de todos y en toda época; no puede consistir por tanto, en ciencia, linaje o poder. Consiste en amar, y eso pueden enseñarlo los humildes de la Iglesia. Por eso el mensaje no consiste en milagros o en saber sino en Cristo crucificado (1 Cor 1,22-23), expresión suprema de amor a Dios y al hombre.
Ciencia y posición pueden ser mediadoras de amor; a los ojos de Dios, tanto valdrán cuanto lo sean. Pero para mostrar la vocación cristiana en su estado puro eligió Dios a los que no podían más que amar; así se evitaban equívocos. Como además el amor es don suyo, “ningún mortal podrá engallarse ante Dios” (1 Cor 1,29).
Cambian los tiempos, mas la lección perdura. Bajo las mil fisonomías de los grupos cristianos y las mil formas de sus actividades debe irradiar el mismo calor; en todos los ojos tiene que brillar el mismo vino (Ef 5,18).
El anuncio.
Cuando el grupo cristiano no existe aún, es necesaria una proclamación para formarlo: “¿Cómo creer sin oír hablar de él?, ¿y cómo oír hablar si nadie lo anuncia?” (Rom 10,14). El pregón no intenta convertir a todos, sino dar ocasión a la acción de Dios, que elige testigos y colaboradores dándoles su conocimiento y revelándoles a Jesucristo.
La simultaneidad entre anuncio y acción divina queda ilustrada por el relato de la predicación de Pablo y Bernabé en Filipos. Un sábado salieron los apóstoles de la ciudad y fueron por la orilla del río hasta un sitio donde pensaban que se reunía gente para orar. Encontraron a algunas mujeres y se sentaron a hablar con ellas. Pablo les exponía el mensaje cristiano. Una de ellas, Lidia, que por influjo judío creía ya en el verdadero Dios, lo estaba escuchando y “el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo”. Se bautizó con toda su familia e invitó a los apóstoles a hospedarse en su casa (Hch 16,13-15).
Aparece muy claro el llamamiento divino; el texto insinúa que del grupo de mujeres piadosas solamente Lidia se convirtió. Confirma así lo expuesto anteriormente; a menos de admitir una contradicción palmaria entre el propósito divino de salvar al mundo entero y la acción concreta de Dios, hay que reconocer que el llamamiento a ser cristiano no invita exclusivamente a la salvación propia, sino ante todo al testimonio ante el mundo.
Sólo con esta manera de ver se explica el comportamiento de Pablo en su labor misionera: “De ese modo, dando la vuelta desde Jerusalén hasta Iliria, he completado el anuncio de la buena noticia de Cristo… Las más de las veces ha sido eso precisamente lo que me ha impedido ir a visitaros; ahora, en cambio, no tengo ya campo de acción en estas regiones” (Rom 15,19.22-23).
Es más que evidente que el porcentaje de cristianos era aún muy escaso en Siria, Asia Menor y Grecia; sin embargo, Pablo, establecido el testimonio, siente que su misión allí ha terminado y que le toca implantarlo en otros territorios.
La obra se continúa por la presencia y la actividad de las comunidades; una vez que existe el polo de atracción, los nuevos llamados sentirán su magnetismo y encontraron la puerta.
La conversión de Lidia, narrada hace un momento, da pretexto para otra consideración. Era una vendedora de púrpura, ni aristócrata, ni culta, ni influyente. ¿Qué colaboradores se elige Dios? Otro pasaje, esta vez de san Pablo, propone el mismo problema. Se dirige a los corintios y observa: “Y si no, hermanos, fijaos a quiénes os llamó Dios: no a muchos intelectuales ni a muchos poderosos ni a muchos de buena familia; todo lo contrario” (1 Cor 1,26-27). La presencia en la Iglesia de gente modesta y mediocre ha irritado y escandalizado a algunos. Y, sin embargo, es una gran lección que Dios da: lo único que salva es el amor, no la ciencia, el poder o la influencia; y capaces de amar son todos. Al escoger lo que no cuenta, o en frase algo despechada de san Pablo “lo necio, lo débil, lo plebeyo, lo despreciado, lo que no existe, Dios anula todo pretexto para blindar el corazón, humilla toda pretensión de obtener vida sin amar.
Si la salvación es para todo hombre, tiene que estar al alcance de todos y en toda época; no puede consistir por tanto, en ciencia, linaje o poder. Consiste en amar, y eso pueden enseñarlo los humildes de la Iglesia. Por eso el mensaje no consiste en milagros o en saber sino en Cristo crucificado (1 Cor 1,22-23), expresión suprema de amor a Dios y al hombre.
Ciencia y posición pueden ser mediadoras de amor; a los ojos de Dios, tanto valdrán cuanto lo sean. Pero para mostrar la vocación cristiana en su estado puro eligió Dios a los que no podían más que amar; así se evitaban equívocos. Como además el amor es don suyo, “ningún mortal podrá engallarse ante Dios” (1 Cor 1,29).
Cambian los tiempos, mas la lección perdura. Bajo las mil fisonomías de los grupos cristianos y las mil formas de sus actividades debe irradiar el mismo calor; en todos los ojos tiene que brillar el mismo vino (Ef 5,18).
domingo, 6 de diciembre de 2009
CAP.I.3 El decir de la Iglesia.
Cap.II.3
El decir de la Iglesia.
El decir de la Iglesia se ejercita en cuatro momentos: anuncio, diálogo, explicación y denuncia. Nos referimos siempre al intercambio del grupo cristiano con la sociedad que lo rodea.
El decir de la Iglesia.
El decir de la Iglesia se ejercita en cuatro momentos: anuncio, diálogo, explicación y denuncia. Nos referimos siempre al intercambio del grupo cristiano con la sociedad que lo rodea.
CAP I.2. Lucha y alegría.
Cap.II.2
Lucha y alegría.
La renuncia a las ambiciones y el derribo de barreras entre los hombres acarrean a los cristianos la enemistad del mundo. Este los perseguirá como a Cristo y no hará caso de sus palabras, como no lo hizo de las de Cristo (Jn 15,20).
La conducta del cristiano es delicada. El aviso de presentar la otra mejilla no es un precepto, mas tampoco una mera hipérbole; cuando el testimonio no pueda ser eficaz de otra manera, habrá que ofrecer la cara. Es evidente, sin embargo, que no puede implantarse como norma cotidiana; Jesús no rehuyó las bofetadas cuando llegó el momento decisivo, pero discutía con sus adversarios y los insultaba en público si hacía falta; continuaba su obra en medio de la oposición sorda o ruidosa, pero a veces se refugió al otro lado del río (Jn 10,39-40).
En el Antiguo Testamento un grupo piadoso determinó dejarse matar antes que combatir en sábado, pero hubo que retractar la decisión ante la carnicería de que eran víctimas (1 Mac 2,34-41). En un mundo de pecado hay que establecer tribunales de justicia; no es frecuente convertir asesinos brindándoles la yugular. Pero hay días, no hay que olvidarlo, en que la colina reclama otra cruz.
Cristo recomienda la cautela de la serpiente y sabe que las ovejas no han de esperar requiebros de los lobos. La guía del Espíritu, el consejo de los hermanos y el tacto natural juzgarán lo conveniente en cada situación. Rencor, odio y venganza quedan fuera de la postura cristiana; hay que rezar por los perseguidores y decidirse a no tener enemigos (Mt 5,44); los otros podrán considerarse tales, pero el cristiano desea restaurar la relación normal con ellos. Aprovechará el primer resquicio para izar bandera blanca y saludar con la mano (Mt 5,46-47).
Oponerse a la injusticia del mundo podrá parecer ilusorio, arriesgado e inútil. Si es ilusorio o no, júzguese por las bienaventuranzas; cuatro de ellas se refieren a los que el mundo llama ilusos: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, los puros de corazón (= los sinceros) los que trabajan por la paz, los que sufren persecución por ser fieles” (Mt 5,6.8-10)-
Sin remitirnos a vetustos tratados sobre “la vanidad del mundo”, quien vive en él sabe que la ambición no engendra felicidad. Nunca como en esta época de codicia y rivalidad estimuladas han pululado las neurosis, hasta constituir una preocupación social. El desequilibrio crece con el afán de subir y dominar. El mundo no ofrece paz, sus promesas son falaces, porque impiden la integración del hombre, privándolo del sosiego. Bajo las blanduras de su confort se siente su hosquedad y desabrimiento.
Al contrario, la vocación cristiana, que centra al hombre y extirpa sus cánceres, es causa de paz y alegría. Le bastaría eso para no ser ilusoria. Pero hay más: en esta lucha, la batalla decisiva ha sido ya ganada. Refiriéndose a su pasión y muerte, dice Cristo: “Ahora el jefe de este mundo va a ser echado fuera” (Jn 12,31), y para alentar a los discípulos en el cenáculo, les asegura: “En el mundo tendréis persecuciones, pero ánimo, que yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Quizá los cristianos no se dan bastante cuenta del efecto de la redención: la estructura de mal, creada por los hombres, está minada, le flaquea el cimiento. Es todavía un baluarte imponente, con mil recursos para oprimir y matar, pero está socavada y destinada a la ruina. Dios ha tomado la iniciativa y el mal será arrasado implacablemente. Los cristianos deben vivir con esta seguridad, aun en medio de la persecución y el dolor: “No tengáis miedo de los que matan el cuerpo” (Mt 10,28).
Así se explica la alegría cristiana. Nace de sentirse reconciliado y en paz, de la protección del Padre (Jn 17,13), de Cristo presente y activo en la comunidad; es fruto del Espíritu (Gál 5,22) que orienta la vida hacia la verdad y el amor. Se basa también en la certeza de que el mundo perverso se desplomará para dar lugar a una sociedad humana más justa, que Dios transformará inefablemente en su reino.
La alegría es el clima normal del cristiano, siendo fruto del Espíritu que ha recibido. San Pablo insiste en que los filipenses estén siempre alegres (Flp 5,4) y él mismo se dirige a los corintios llamándose “cooperador en su alegría” (2 Cor 1,24); eso debe ser el cristiano en una sociedad crispada y recelosa. El mundo es un coloso enfermo; la Iglesia será un pigmeo, pero de salud robusta, y sabe que vivirá para siempre. Cada acción en pro de la unidad humana es un paso adelante en el camino del reino y un tachón en el pecado del mundo.
Lucha y alegría.
La renuncia a las ambiciones y el derribo de barreras entre los hombres acarrean a los cristianos la enemistad del mundo. Este los perseguirá como a Cristo y no hará caso de sus palabras, como no lo hizo de las de Cristo (Jn 15,20).
La conducta del cristiano es delicada. El aviso de presentar la otra mejilla no es un precepto, mas tampoco una mera hipérbole; cuando el testimonio no pueda ser eficaz de otra manera, habrá que ofrecer la cara. Es evidente, sin embargo, que no puede implantarse como norma cotidiana; Jesús no rehuyó las bofetadas cuando llegó el momento decisivo, pero discutía con sus adversarios y los insultaba en público si hacía falta; continuaba su obra en medio de la oposición sorda o ruidosa, pero a veces se refugió al otro lado del río (Jn 10,39-40).
En el Antiguo Testamento un grupo piadoso determinó dejarse matar antes que combatir en sábado, pero hubo que retractar la decisión ante la carnicería de que eran víctimas (1 Mac 2,34-41). En un mundo de pecado hay que establecer tribunales de justicia; no es frecuente convertir asesinos brindándoles la yugular. Pero hay días, no hay que olvidarlo, en que la colina reclama otra cruz.
Cristo recomienda la cautela de la serpiente y sabe que las ovejas no han de esperar requiebros de los lobos. La guía del Espíritu, el consejo de los hermanos y el tacto natural juzgarán lo conveniente en cada situación. Rencor, odio y venganza quedan fuera de la postura cristiana; hay que rezar por los perseguidores y decidirse a no tener enemigos (Mt 5,44); los otros podrán considerarse tales, pero el cristiano desea restaurar la relación normal con ellos. Aprovechará el primer resquicio para izar bandera blanca y saludar con la mano (Mt 5,46-47).
Oponerse a la injusticia del mundo podrá parecer ilusorio, arriesgado e inútil. Si es ilusorio o no, júzguese por las bienaventuranzas; cuatro de ellas se refieren a los que el mundo llama ilusos: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, los puros de corazón (= los sinceros) los que trabajan por la paz, los que sufren persecución por ser fieles” (Mt 5,6.8-10)-
Sin remitirnos a vetustos tratados sobre “la vanidad del mundo”, quien vive en él sabe que la ambición no engendra felicidad. Nunca como en esta época de codicia y rivalidad estimuladas han pululado las neurosis, hasta constituir una preocupación social. El desequilibrio crece con el afán de subir y dominar. El mundo no ofrece paz, sus promesas son falaces, porque impiden la integración del hombre, privándolo del sosiego. Bajo las blanduras de su confort se siente su hosquedad y desabrimiento.
Al contrario, la vocación cristiana, que centra al hombre y extirpa sus cánceres, es causa de paz y alegría. Le bastaría eso para no ser ilusoria. Pero hay más: en esta lucha, la batalla decisiva ha sido ya ganada. Refiriéndose a su pasión y muerte, dice Cristo: “Ahora el jefe de este mundo va a ser echado fuera” (Jn 12,31), y para alentar a los discípulos en el cenáculo, les asegura: “En el mundo tendréis persecuciones, pero ánimo, que yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Quizá los cristianos no se dan bastante cuenta del efecto de la redención: la estructura de mal, creada por los hombres, está minada, le flaquea el cimiento. Es todavía un baluarte imponente, con mil recursos para oprimir y matar, pero está socavada y destinada a la ruina. Dios ha tomado la iniciativa y el mal será arrasado implacablemente. Los cristianos deben vivir con esta seguridad, aun en medio de la persecución y el dolor: “No tengáis miedo de los que matan el cuerpo” (Mt 10,28).
Así se explica la alegría cristiana. Nace de sentirse reconciliado y en paz, de la protección del Padre (Jn 17,13), de Cristo presente y activo en la comunidad; es fruto del Espíritu (Gál 5,22) que orienta la vida hacia la verdad y el amor. Se basa también en la certeza de que el mundo perverso se desplomará para dar lugar a una sociedad humana más justa, que Dios transformará inefablemente en su reino.
La alegría es el clima normal del cristiano, siendo fruto del Espíritu que ha recibido. San Pablo insiste en que los filipenses estén siempre alegres (Flp 5,4) y él mismo se dirige a los corintios llamándose “cooperador en su alegría” (2 Cor 1,24); eso debe ser el cristiano en una sociedad crispada y recelosa. El mundo es un coloso enfermo; la Iglesia será un pigmeo, pero de salud robusta, y sabe que vivirá para siempre. Cada acción en pro de la unidad humana es un paso adelante en el camino del reino y un tachón en el pecado del mundo.
jueves, 3 de diciembre de 2009
CAP.I.2. El mundo, mayor de edad.
Cap.II.2
El mundo, mayor de edad.
El mundo ha cumplido veintiún años y se sacude las tutelas. Que esté maduro o no es otra cuestión, pero es innegable que la sociedad moderna se considera capaz de enfrentarse con sus problemas y tiene buenas esperanzas de resolverlos. A pesar de los hechos en contrario, el hambre, la guerra y el cáncer no parecen enemigos invencibles; el hombre maneja cromosomas para orientar la herencia, envía satélites para controlar ciclones y se promete incluso crear la vida. Para nada de eso pide permiso a Dios ni a la religión; es terreno suyo, se considera autónomo.
Los hijos de Dios han llegado a la edad adulta, se sienten libres y responsables de sus actos. Esta nueva atmósfera se respira en el mundo entero, incluyendo a la comunidad cristiana. La relación hijo-Padre respecto a Dios toma nuevos matices. Dios ha conseguido que su hijo ande solo, y se alegra. Su reino no es un jardín de infancia, sino una ciudad. Ciertos aspectos de la religiosidad desaparecen, hay más píldoras que novenas, más conferencias internacionales que rogativas. No hay que imaginarse que Dios se queje; se retira, contento de que el hombre pueda acudir a él más desinteresadamente, sin verse acuciado por necesidades elementales.
Para la Iglesia, secundar la acción de Dios consiste en promover la adultez del hombre; ahora que es mayor de edad no hay que intentar volverlo a la infancia, sino ayudarlo a madurar. Imitando al Padre, a medida que la madurez avance, la Iglesia se irá retirando, y se alegrará de no ser necesaria. Cuando el candidato al volante aprueba el examen, aunque no tenga seguro de accidentes, cesa el cometido del instructor.
Siempre quedará paño por cortar. Pero, en último caso, no es la tarea la que termina el día. Marta se afanaba y protestaba, impaciente por sentarse como su hermana. ¡Con qué alegría, acabado el trabajo, se pondrían los tres a la mesa! El fin de la jornada reserva lo mejor, la amistad.
El mundo, mayor de edad.
El mundo ha cumplido veintiún años y se sacude las tutelas. Que esté maduro o no es otra cuestión, pero es innegable que la sociedad moderna se considera capaz de enfrentarse con sus problemas y tiene buenas esperanzas de resolverlos. A pesar de los hechos en contrario, el hambre, la guerra y el cáncer no parecen enemigos invencibles; el hombre maneja cromosomas para orientar la herencia, envía satélites para controlar ciclones y se promete incluso crear la vida. Para nada de eso pide permiso a Dios ni a la religión; es terreno suyo, se considera autónomo.
Los hijos de Dios han llegado a la edad adulta, se sienten libres y responsables de sus actos. Esta nueva atmósfera se respira en el mundo entero, incluyendo a la comunidad cristiana. La relación hijo-Padre respecto a Dios toma nuevos matices. Dios ha conseguido que su hijo ande solo, y se alegra. Su reino no es un jardín de infancia, sino una ciudad. Ciertos aspectos de la religiosidad desaparecen, hay más píldoras que novenas, más conferencias internacionales que rogativas. No hay que imaginarse que Dios se queje; se retira, contento de que el hombre pueda acudir a él más desinteresadamente, sin verse acuciado por necesidades elementales.
Para la Iglesia, secundar la acción de Dios consiste en promover la adultez del hombre; ahora que es mayor de edad no hay que intentar volverlo a la infancia, sino ayudarlo a madurar. Imitando al Padre, a medida que la madurez avance, la Iglesia se irá retirando, y se alegrará de no ser necesaria. Cuando el candidato al volante aprueba el examen, aunque no tenga seguro de accidentes, cesa el cometido del instructor.
Siempre quedará paño por cortar. Pero, en último caso, no es la tarea la que termina el día. Marta se afanaba y protestaba, impaciente por sentarse como su hermana. ¡Con qué alegría, acabado el trabajo, se pondrían los tres a la mesa! El fin de la jornada reserva lo mejor, la amistad.
CAP.I.2. Misión y humildad.
Cap.II.2
Misión y humildad.
Se sigue de aquí que la humildad es parte de la autenticidad. El cristiano se presenta como es, sin humos ni pretensiones de santidad, reconociendo que lleva su tesoro en una vasija de barro (2 Cor 4,7) o que las espinas punzan su carne (2 Cor 12,7). La tarea excede las fuerzas humanas, pero no hay que acobardarse juzgando que la empresa no es humana; por parte del hombre, como decía san Pablo, “manifestando la verdad, nos recomendamos a la íntima conciencia de todo hombre ante Dios” (2 Cor 4,2).
Falta de autenticidad es la omnisciencia del cristiano sabelotodo. La Iglesia no archiva receta para las enfermedades del mundo, colabora en la búsqueda común de los hombres de buena voluntad. Puede cotejar esa labor con las líneas maestras del designio de Dios, por si necesitara enderezarla, pero de ningún modo creer que bastan sus consejos o instrucciones para encontrar solución a los problemas. El evangelio señala la dirección y dibuja el horizonte, pero no indica el trazado de las carreteras ni garantiza el buen estado; curvas y baches hay que tomarlos con habilidad y paciencia.
La superioridad y altanería son ridículas, por decir poco. Los problemas que reclaman ayuda sobrepujan la competencia de la Iglesia y prohíben los tonos magistrales. Su misión se asemeja a la de Cristo, que se presentó entre los suyos sin rango ni autoridad; hasta sus milagros estaban sujetos a discusión y a protesta; y cuando Pedro tiró de machete en el huerto, le ordenó envainarlo.
Se ha llamado a la Iglesia “la conciencia de la sociedad”. Cuando ésta no reacciona ante necesidades evidentes, atañe a la Iglesia atender a ellas y despertar la responsabilidad en el ambiente. Así sucedió en otro tiempo con hospitales y escuelas. Desde entonces, la sociedad ha reconocido su obligación y provee, al menos en gran parte. Aquí se descubre otro aspecto de la humildad de la Iglesia, que no busca su propia gloria, sino el bien del mundo. Una vez que la sociedad toma conciencia de un deber y lo cumple, la acción de la Iglesia se hace superflua en ese campo, y llega el momento de retirarse sin reproches ni amargura; queda libre para despabilar otros deberes. A medida que la sociedad se hace más adulta, la Iglesia, como institución benéfica, resulta menos necesaria. Esto debe alegrarla, pues es señal de creciente madurez en la sociedad humana. Si la ambulancia recoge al malherido, no hay por qué bajarse de la mula; mejor es darse prisa, por si esperan en la ciudad.
Misión y humildad.
Se sigue de aquí que la humildad es parte de la autenticidad. El cristiano se presenta como es, sin humos ni pretensiones de santidad, reconociendo que lleva su tesoro en una vasija de barro (2 Cor 4,7) o que las espinas punzan su carne (2 Cor 12,7). La tarea excede las fuerzas humanas, pero no hay que acobardarse juzgando que la empresa no es humana; por parte del hombre, como decía san Pablo, “manifestando la verdad, nos recomendamos a la íntima conciencia de todo hombre ante Dios” (2 Cor 4,2).
Falta de autenticidad es la omnisciencia del cristiano sabelotodo. La Iglesia no archiva receta para las enfermedades del mundo, colabora en la búsqueda común de los hombres de buena voluntad. Puede cotejar esa labor con las líneas maestras del designio de Dios, por si necesitara enderezarla, pero de ningún modo creer que bastan sus consejos o instrucciones para encontrar solución a los problemas. El evangelio señala la dirección y dibuja el horizonte, pero no indica el trazado de las carreteras ni garantiza el buen estado; curvas y baches hay que tomarlos con habilidad y paciencia.
La superioridad y altanería son ridículas, por decir poco. Los problemas que reclaman ayuda sobrepujan la competencia de la Iglesia y prohíben los tonos magistrales. Su misión se asemeja a la de Cristo, que se presentó entre los suyos sin rango ni autoridad; hasta sus milagros estaban sujetos a discusión y a protesta; y cuando Pedro tiró de machete en el huerto, le ordenó envainarlo.
Se ha llamado a la Iglesia “la conciencia de la sociedad”. Cuando ésta no reacciona ante necesidades evidentes, atañe a la Iglesia atender a ellas y despertar la responsabilidad en el ambiente. Así sucedió en otro tiempo con hospitales y escuelas. Desde entonces, la sociedad ha reconocido su obligación y provee, al menos en gran parte. Aquí se descubre otro aspecto de la humildad de la Iglesia, que no busca su propia gloria, sino el bien del mundo. Una vez que la sociedad toma conciencia de un deber y lo cumple, la acción de la Iglesia se hace superflua en ese campo, y llega el momento de retirarse sin reproches ni amargura; queda libre para despabilar otros deberes. A medida que la sociedad se hace más adulta, la Iglesia, como institución benéfica, resulta menos necesaria. Esto debe alegrarla, pues es señal de creciente madurez en la sociedad humana. Si la ambulancia recoge al malherido, no hay por qué bajarse de la mula; mejor es darse prisa, por si esperan en la ciudad.
CAP.I.2. Misión y verdad.
Cap.II.2
Misión y verdad.
Requisito para la misión de la Iglesia es la autenticidad; su dedicación desinteresada al bien del prójimo debe ser tan límpida, que convenza por sí misma a toda persona libre de prejuicios. Nuestro mundo está harto de palabras. Nunca ha habido mayor verborrea social y política ni medios más eficaces para difundirla. Basta asistir a una campaña electoral para quedar saciados de promesas; la gente oye con escepticismo, a menos que la palabrería favorezca sus intereses. Los programas sociales inspiran poca confianza, se sospechan miras inconfesadas. La información, tan rápida y eficaz, es acusada de manipular o suprimir noticias, o de centrar el foco en las que sirven a ciertos intereses. Y no es refunfuñar por vicio; basta comparar la misma noticia en periódicos de diversa tendencia para no saber a qué carta quedarse.
En un mundo donde la palabra, en vez de ser vehículo a la comunicación, sirve de trampa para el engaño, mejor es ser lacónicos. No será con palabras como la Iglesia persuadirá a los hombres; para hacer creíble la misión divina de Cristo no hay que exhortar a la unidad, sino estar unidos (Jn 17). Hechos, no palabras. Por esa razón hemos relegado el decir de la Iglesia al último lugar. En nuestro mundo, donde el evangelio provoca más bostezos que entusiasmos, hay que esculpirlo en otras para que pueda palparse.
La contraseña es, pues, la autenticidad. San Juan la llama “la verdad”, que penetra el ser entero, no solo el intelecto. Los que incorporan a su existencia el mensaje de Dios encarnado en Jesucristo, viven en la verdad, no pertenecen al mundo mentiroso y están preparados para ser testigos de Dios. Mientras no exista el deseo de autenticidad, el enviado no cumplirá la misión, pues a la larga delatará su verdadera fisonomía. Es siempre actual el reproche de san Pablo al judío: “Y tú que enseñas a otro, ¿por qué no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas “no robarás”, ¿por qué robas?... Mientras te precias de la ley afrentas a Dios violando la ley, como dice la Escritura: “Por vuestra culpa maldicen el nombre de Dios los paganos” (Rom 2,21-24).
Cristo quiere que los cristianos estén presentes en el mundo (Jn 17,15), pero no que cedan a sus ambiciones; por eso pide al Padre que los proteja (11,15). La protección del Padre los mantendrá unidos porque los tendrá consagrados con la verdad. La autenticidad crea la unión, testimonio de la Iglesia, y es requisito para la misión.
Existe hoy una fuerte contestación juvenil contra la insinceridad del ambiente familiar y social; algunos tacharán sus formas de estrafalarias, otros aducirán casos en que la reacción no se justifica; pero considerando la situación globalmente, hay que dar razón a la protesta, aunque no se aprueben sus métodos o sus resultados.
Circulan, por supuesto, conceptos errados de la autenticidad. Esta no consiste en seguir cualquier movimiento espontáneo por irracional que sea, sino en ser fiel a una norma de vida. Puede suceder también que la norma sea falsa y que la autenticidad resulte dañosa para el individuo o la sociedad; no hay más que recordar convicciones fanáticas de la historia reciente y las aberraciones a que llevaron. No se legitima la autenticidad del odio. El cristiano sabe cuál es su norma: la paz y la reconciliación de los hombres.
El objetivo de la misión esclarece los rasgos de su autenticidad: hay que gozar de paz para contagiarla y sentir la alegría para comunicarla; quien proclama la liberación ha de ser libre; quien profesa la dedicación, desinteresado, y si uno pretende no ser secuaz del mundo, tendrá que estar exento de ambiciones.
No es que el cristiano o la Iglesia esperen a ser perfectos antes de emprender su misión; la misma tarea los irá realizando. Pero se les pide la renuncia a las complicidades conscientes y el esfuerzo por no caer en contradicciones. Queda largo trecho hasta ser buenos del todo como el Padre del cielo (Mt 6,5.-48), pero es imperdonable salirse del camino a sabiendas.
Misión y verdad.
Requisito para la misión de la Iglesia es la autenticidad; su dedicación desinteresada al bien del prójimo debe ser tan límpida, que convenza por sí misma a toda persona libre de prejuicios. Nuestro mundo está harto de palabras. Nunca ha habido mayor verborrea social y política ni medios más eficaces para difundirla. Basta asistir a una campaña electoral para quedar saciados de promesas; la gente oye con escepticismo, a menos que la palabrería favorezca sus intereses. Los programas sociales inspiran poca confianza, se sospechan miras inconfesadas. La información, tan rápida y eficaz, es acusada de manipular o suprimir noticias, o de centrar el foco en las que sirven a ciertos intereses. Y no es refunfuñar por vicio; basta comparar la misma noticia en periódicos de diversa tendencia para no saber a qué carta quedarse.
En un mundo donde la palabra, en vez de ser vehículo a la comunicación, sirve de trampa para el engaño, mejor es ser lacónicos. No será con palabras como la Iglesia persuadirá a los hombres; para hacer creíble la misión divina de Cristo no hay que exhortar a la unidad, sino estar unidos (Jn 17). Hechos, no palabras. Por esa razón hemos relegado el decir de la Iglesia al último lugar. En nuestro mundo, donde el evangelio provoca más bostezos que entusiasmos, hay que esculpirlo en otras para que pueda palparse.
La contraseña es, pues, la autenticidad. San Juan la llama “la verdad”, que penetra el ser entero, no solo el intelecto. Los que incorporan a su existencia el mensaje de Dios encarnado en Jesucristo, viven en la verdad, no pertenecen al mundo mentiroso y están preparados para ser testigos de Dios. Mientras no exista el deseo de autenticidad, el enviado no cumplirá la misión, pues a la larga delatará su verdadera fisonomía. Es siempre actual el reproche de san Pablo al judío: “Y tú que enseñas a otro, ¿por qué no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas “no robarás”, ¿por qué robas?... Mientras te precias de la ley afrentas a Dios violando la ley, como dice la Escritura: “Por vuestra culpa maldicen el nombre de Dios los paganos” (Rom 2,21-24).
Cristo quiere que los cristianos estén presentes en el mundo (Jn 17,15), pero no que cedan a sus ambiciones; por eso pide al Padre que los proteja (11,15). La protección del Padre los mantendrá unidos porque los tendrá consagrados con la verdad. La autenticidad crea la unión, testimonio de la Iglesia, y es requisito para la misión.
Existe hoy una fuerte contestación juvenil contra la insinceridad del ambiente familiar y social; algunos tacharán sus formas de estrafalarias, otros aducirán casos en que la reacción no se justifica; pero considerando la situación globalmente, hay que dar razón a la protesta, aunque no se aprueben sus métodos o sus resultados.
Circulan, por supuesto, conceptos errados de la autenticidad. Esta no consiste en seguir cualquier movimiento espontáneo por irracional que sea, sino en ser fiel a una norma de vida. Puede suceder también que la norma sea falsa y que la autenticidad resulte dañosa para el individuo o la sociedad; no hay más que recordar convicciones fanáticas de la historia reciente y las aberraciones a que llevaron. No se legitima la autenticidad del odio. El cristiano sabe cuál es su norma: la paz y la reconciliación de los hombres.
El objetivo de la misión esclarece los rasgos de su autenticidad: hay que gozar de paz para contagiarla y sentir la alegría para comunicarla; quien proclama la liberación ha de ser libre; quien profesa la dedicación, desinteresado, y si uno pretende no ser secuaz del mundo, tendrá que estar exento de ambiciones.
No es que el cristiano o la Iglesia esperen a ser perfectos antes de emprender su misión; la misma tarea los irá realizando. Pero se les pide la renuncia a las complicidades conscientes y el esfuerzo por no caer en contradicciones. Queda largo trecho hasta ser buenos del todo como el Padre del cielo (Mt 6,5.-48), pero es imperdonable salirse del camino a sabiendas.
CAP.I.2. El prójimo.
Cap. II. 2
El prójimo.
Precisamente en la narración o parábola del samaritano explica el Señor a quiénes se extiende la ayuda. Examinemos el pasaje.
Con intención de ponerlo a prueba, se acerca un jurista a Jesús y le pregunta: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Lc 10,25). Como siendo jurista debería saberlo, Jesús le rebota la pregunta: “¿Qué está escrito en la ley?, ¿qué es eso que recitas?”. El otro, cogido, contesta lo que todo judío sabía de memoria: “Amarás al Señor tu Dios… y a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús lo aprueba: “Bien contestado; haz eso y tendrás vida”.
Comprendió el jurista que había quedado mal, pues había hallado él mismo la respuesta. Para justificar su pregunta, recurre a la casuística: “Y quién es mi prójimo?
Antes de continuar, recordemos que los términos “prójimo” y “próximo” son equivalentes; “prójimo” es la forma adoptada para sustantivar el adjetivo “próximo”. Ambos significan “cercano”, y como la cercanía es una relación, depende de las dos personas. El jurista interpreta prójimo en sentido estático, tomándose como centro y mirando en derredor para descubrir la proximidad ajena. En fin de cuentas preguntaba: “Aquí estoy yo, ¿quién me está cercano?”.
El Señor emprende la narración, terminándola con otra pregunta: “¿Qué te parece?, ¿cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”. El jurista había preguntado “quién es mi prójimo, quién me está cercano”. Jesús le cambia el verbo, “quién se hizo prójimo, quién se acercó”. Prójimo pasa del sentido estático al dinámico: para estar cerca de otro no hay que esperar a que él se aproxime, se acerca uno. Todo hombre, y especialmente el cristiano, tiene que acercarse al que lo necesite. No le está permitido dar rodeos y pasar de largo.
Tal debe ser la actitud de la Iglesia en el mundo. Su programa de acción no se última en la oficina, tiene que estar a la escucha: donde oiga el quejido, está su prójimo esperándola.
Todo lo que favorece la paz entre los hombres, en el sentido pleno de paz, es objeto de su interés y sus afanes, todo obstáculo a la paz reclama pico y pala. La Iglesia no puede recluirse en sacristías ni desentenderse de los problemas de la sociedad en que vive. El cristianismo no es una religión dedicada a custodiar santuarios ni un grupo espiritualista que se evade del mundo. Es una misión, un movimiento que Dios puso en marcha por medio de Cristo, con una visión del reino futuro y un propósito bien definido: vencer el mal, cualquier mal, a fuerza de bien (Rom 12,21). Es un dinamismo que viene de Dios y lleva a él, no una religión estática como muchos la conciben.
El prójimo.
Precisamente en la narración o parábola del samaritano explica el Señor a quiénes se extiende la ayuda. Examinemos el pasaje.
Con intención de ponerlo a prueba, se acerca un jurista a Jesús y le pregunta: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Lc 10,25). Como siendo jurista debería saberlo, Jesús le rebota la pregunta: “¿Qué está escrito en la ley?, ¿qué es eso que recitas?”. El otro, cogido, contesta lo que todo judío sabía de memoria: “Amarás al Señor tu Dios… y a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús lo aprueba: “Bien contestado; haz eso y tendrás vida”.
Comprendió el jurista que había quedado mal, pues había hallado él mismo la respuesta. Para justificar su pregunta, recurre a la casuística: “Y quién es mi prójimo?
Antes de continuar, recordemos que los términos “prójimo” y “próximo” son equivalentes; “prójimo” es la forma adoptada para sustantivar el adjetivo “próximo”. Ambos significan “cercano”, y como la cercanía es una relación, depende de las dos personas. El jurista interpreta prójimo en sentido estático, tomándose como centro y mirando en derredor para descubrir la proximidad ajena. En fin de cuentas preguntaba: “Aquí estoy yo, ¿quién me está cercano?”.
El Señor emprende la narración, terminándola con otra pregunta: “¿Qué te parece?, ¿cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”. El jurista había preguntado “quién es mi prójimo, quién me está cercano”. Jesús le cambia el verbo, “quién se hizo prójimo, quién se acercó”. Prójimo pasa del sentido estático al dinámico: para estar cerca de otro no hay que esperar a que él se aproxime, se acerca uno. Todo hombre, y especialmente el cristiano, tiene que acercarse al que lo necesite. No le está permitido dar rodeos y pasar de largo.
Tal debe ser la actitud de la Iglesia en el mundo. Su programa de acción no se última en la oficina, tiene que estar a la escucha: donde oiga el quejido, está su prójimo esperándola.
Todo lo que favorece la paz entre los hombres, en el sentido pleno de paz, es objeto de su interés y sus afanes, todo obstáculo a la paz reclama pico y pala. La Iglesia no puede recluirse en sacristías ni desentenderse de los problemas de la sociedad en que vive. El cristianismo no es una religión dedicada a custodiar santuarios ni un grupo espiritualista que se evade del mundo. Es una misión, un movimiento que Dios puso en marcha por medio de Cristo, con una visión del reino futuro y un propósito bien definido: vencer el mal, cualquier mal, a fuerza de bien (Rom 12,21). Es un dinamismo que viene de Dios y lleva a él, no una religión estática como muchos la conciben.
lunes, 30 de noviembre de 2009
CAP.I.2. El quehacer de la Iglesia: la reconciliación.
Cap.II.2
El quehacer de la Iglesia: la reconciliación.
Según lo expuesto, la Iglesia es testigo del reino de Dios en el mundo, es decir, de la paz y hermandad entre los hombres, hijos de Dios. Pero no es un testigo inmóvil, una columna erguida en un cruce de caminos. El capital que Dios confía no puede enterrarse en un hoyo, tiene que producir (Mt 25,25). El grupo cristiano, compacto en la unidad, tiene por misión contagiar la unidad al mundo reconciliando a los hombres. El reino de Dios incluye el mundo entero. Por eso Cristo comunica a la Iglesia, en la persona de los apóstoles, la misión que recibió del Padre: “Tú me enviaste al mundo, al mundo los envío yo también” (Jn 17,18). La misión de Cristo y la de la Iglesia tienen el mismo objetivo, reunir a todos los hombres, según el designio de Dios.
Con varios términos, ya usados en los párrafos anteriores, puede caracterizarse la misión. Atendiendo a su objetivo se denomina trabajo por la paz (Mt 5,9), la unión (Jn 17,21), la reconciliación (2 Cor 5,19) o la justicia (Mt 5,6); por la verdad que hace libres (Jn 8,32; 18,37), por la solidaridad (1 Cor 10,26), hermandad (Mt 23,8) y por amor entre los hombres (Jn 13,17); por una sociedad humanizada (Is 32,15-18), por la vida y la salud del hombre (Jn 10,10).
La misión se ejerce practicando sus mismos objetivos, no viviendo para sí (2 Cor 5,14), sino para los demás (Rom 15,3; Filp 2,4), en una palabra, para hablar como Cristo, en el servicio (Mt 20,28 y parals.; Jn 13,14-15).
La palabra servicio, sin embargo, requiere explicación. “Servir” representa un concepto menos actual que en los antiguos tiempos. De hecho, “servidores” apenas si existen entre nosotros; incluso los que se encargan de tareas “serviles” prefieren llamarse empleados, tienen sus horas de trabajo y gozan de independencia personal y económica.
Por otra parte, muchos abusos se han cometido en nombre del servicio, y todo género de poder se justifica con esta palabra. Tanto ha cambiado su significado, que el término “ministro”, que designa ahora a los miembros de un gobierno, no es más que el “servidor” latino disfrazado. Sucede que el servicio se impone; se amarra al servido para lavarle los pies.
Para conservar actual el lenguaje evangélico es, por tanto, preferible usar la perífrasis “prestar servicio” en vez del verbo “servir”, culturalmente superado por marcar una desigualdad social. “Prestar servicio”, en cambio, designa la ayuda voluntaria entre iguales y no suscita imágenes de bajeza o potencia.
La misión de la Iglesia consistirá, por tanto, en prestar servicio o ayuda a los individuos y a la sociedad, cooperando con las buenas iniciativas que surjan alrededor y a veces voceando la protesta. Es una colaboración con Dios (1 Tes 3,2; 1 Cor 3,9), secundando su acción en el mundo, allí señala Dios un campo de trabajo a la Iglesia: guerra, segregación racial, injusticia social, opresión, ignorancia, esclavitud de cualquier género, patente o disimulada. Ha de esforzarse por encontrar remedio y establecer la paz y la justicia. También ella es el buen samaritano.
El quehacer de la Iglesia: la reconciliación.
Según lo expuesto, la Iglesia es testigo del reino de Dios en el mundo, es decir, de la paz y hermandad entre los hombres, hijos de Dios. Pero no es un testigo inmóvil, una columna erguida en un cruce de caminos. El capital que Dios confía no puede enterrarse en un hoyo, tiene que producir (Mt 25,25). El grupo cristiano, compacto en la unidad, tiene por misión contagiar la unidad al mundo reconciliando a los hombres. El reino de Dios incluye el mundo entero. Por eso Cristo comunica a la Iglesia, en la persona de los apóstoles, la misión que recibió del Padre: “Tú me enviaste al mundo, al mundo los envío yo también” (Jn 17,18). La misión de Cristo y la de la Iglesia tienen el mismo objetivo, reunir a todos los hombres, según el designio de Dios.
Con varios términos, ya usados en los párrafos anteriores, puede caracterizarse la misión. Atendiendo a su objetivo se denomina trabajo por la paz (Mt 5,9), la unión (Jn 17,21), la reconciliación (2 Cor 5,19) o la justicia (Mt 5,6); por la verdad que hace libres (Jn 8,32; 18,37), por la solidaridad (1 Cor 10,26), hermandad (Mt 23,8) y por amor entre los hombres (Jn 13,17); por una sociedad humanizada (Is 32,15-18), por la vida y la salud del hombre (Jn 10,10).
La misión se ejerce practicando sus mismos objetivos, no viviendo para sí (2 Cor 5,14), sino para los demás (Rom 15,3; Filp 2,4), en una palabra, para hablar como Cristo, en el servicio (Mt 20,28 y parals.; Jn 13,14-15).
La palabra servicio, sin embargo, requiere explicación. “Servir” representa un concepto menos actual que en los antiguos tiempos. De hecho, “servidores” apenas si existen entre nosotros; incluso los que se encargan de tareas “serviles” prefieren llamarse empleados, tienen sus horas de trabajo y gozan de independencia personal y económica.
Por otra parte, muchos abusos se han cometido en nombre del servicio, y todo género de poder se justifica con esta palabra. Tanto ha cambiado su significado, que el término “ministro”, que designa ahora a los miembros de un gobierno, no es más que el “servidor” latino disfrazado. Sucede que el servicio se impone; se amarra al servido para lavarle los pies.
Para conservar actual el lenguaje evangélico es, por tanto, preferible usar la perífrasis “prestar servicio” en vez del verbo “servir”, culturalmente superado por marcar una desigualdad social. “Prestar servicio”, en cambio, designa la ayuda voluntaria entre iguales y no suscita imágenes de bajeza o potencia.
La misión de la Iglesia consistirá, por tanto, en prestar servicio o ayuda a los individuos y a la sociedad, cooperando con las buenas iniciativas que surjan alrededor y a veces voceando la protesta. Es una colaboración con Dios (1 Tes 3,2; 1 Cor 3,9), secundando su acción en el mundo, allí señala Dios un campo de trabajo a la Iglesia: guerra, segregación racial, injusticia social, opresión, ignorancia, esclavitud de cualquier género, patente o disimulada. Ha de esforzarse por encontrar remedio y establecer la paz y la justicia. También ella es el buen samaritano.
domingo, 29 de noviembre de 2009
CAP.I.1. Unidad y experiencia de Dios.
Cap II. 1
Unidad y experiencia de Dios.
“Ese modo de hablar es intolerable”, comentaron algunos ante un discurso de Jesús (Jn 6,60). Parecida reacción frente a las exigencias de la unidad delataría una fe sin calor vital, sin experiencia interior ni conciencia de su vocación.
En nuestros países se da por descontado el ser cristiano, mas para algunos ese beneficio degenera en desventaja. Incorporado a una sociedad, el cristianismo se decolora. No debería diluirse, sino engranarse; pero, en sus piñones, los dientes no se ajustan siempre a los del mundo, y chirrían. Cuando la sociedad consigue limarlos, ha neutralizado a la Iglesia.
Por esta razón y por otras varias que no son del momento, hay cristianos que no se dan cuenta de para qué lo son. No propugnamos un heroísmo continuo o alucinado; san Pablo oraba por las autoridades para vivir cristianamente en paz (1 Tim 2,2). Pero la fe no es una herencia, es una decisión personal y una vocación precisa. En los tiempos apostólicos, el problema estaba en crear islotes cristianos en un océano de paganismo; en los nuestros, en rescatar cristianos de un mar de bautizados. El mensaje salvador está proclamado, falta restituirle el color desteñido.
La fe es la respuesta al encuentro con Cristo. No le basta un documento sellado por el párroco ni un catecismo aprendido en la escuela, pide una experiencia vital. Tampoco es indispensable ser derribado de un caballo ni abandonar las redes en el agua; pero de algún modo, brusco o paulatino, apacible o centelleante, el cristiano tiene que percibir con los ojos del alma la luz que permite conocer a Dios (Ef 1,18) y comprender en su interior el amor que Cristo le tiene (Ef 3,19). Esa experiencia puede ocasionar al contacto con otros o ser impacto de una irrupción solitaria; se manifestará unas veces de modo subitáneo, otras como una persuasión progresiva que va liberando por dentro y alumbrando aguas de alegría, tanto más copiosas cuanto más hondo llegue la fe.
La luz que permite conocer a Dios revela que es amor infinito; entonces cambia la visión del mundo, el paisaje se tiñe de esperanza. La alegría que bulle dentro se vierte fuera y la experiencia del perdón de Dios anhela perdonar a los hombres. Cuando se lee el sermón de la montaña hay que tener esto presente: antes de escucharlo hay que sentarse con Jesús en la hierba y mirar su rostro; sólo así se entienden sus palabras. Antes proponer una conducta, voceó una noticia: que el reino está cerca, que el Padre ama al hombre y lo perdona, y que su vida corre a raudales para buenos y malos, como la lluvia que él manda.
No es insensible el cristiano a los rasguños de la convivencia, ni siente continuamente el calor de su fe. Pero la paz y el recuerdo lo sostendrán en la hora difícil. Además, Dios y su alegría no se manifiestan sólo dentro; hace distinguir su rostro en la cara del hermano y su alegría en la mano que se estrecha. El cristiano teme perder algo si perdona; pero al darse a los demás de corazón advertirá sorprendido que le devuelven una medida generosa, colmada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Todo es empezar.
“Donde hay caridad y amor allí está Dios”; por eso la Iglesia es el lugar de “Dios con nosotros”. El llama a un testimonio y a una tarea, pero no termina ahí su llamamiento, llama sobre todo al gozo de su presencia. Testimonio y tarea cesarán en el reino, para vivir en la fiesta de la ciudad; Dios está por el hombre para estar con el hombre. El ser de la Iglesia, que es la unión, es la alegría de los hijos de Dios a quienes el Espíritu enseña a decir “Padre”, el goce de la vida eterna que ya comienza, gracias a Jesucristo.
Unidad y experiencia de Dios.
“Ese modo de hablar es intolerable”, comentaron algunos ante un discurso de Jesús (Jn 6,60). Parecida reacción frente a las exigencias de la unidad delataría una fe sin calor vital, sin experiencia interior ni conciencia de su vocación.
En nuestros países se da por descontado el ser cristiano, mas para algunos ese beneficio degenera en desventaja. Incorporado a una sociedad, el cristianismo se decolora. No debería diluirse, sino engranarse; pero, en sus piñones, los dientes no se ajustan siempre a los del mundo, y chirrían. Cuando la sociedad consigue limarlos, ha neutralizado a la Iglesia.
Por esta razón y por otras varias que no son del momento, hay cristianos que no se dan cuenta de para qué lo son. No propugnamos un heroísmo continuo o alucinado; san Pablo oraba por las autoridades para vivir cristianamente en paz (1 Tim 2,2). Pero la fe no es una herencia, es una decisión personal y una vocación precisa. En los tiempos apostólicos, el problema estaba en crear islotes cristianos en un océano de paganismo; en los nuestros, en rescatar cristianos de un mar de bautizados. El mensaje salvador está proclamado, falta restituirle el color desteñido.
La fe es la respuesta al encuentro con Cristo. No le basta un documento sellado por el párroco ni un catecismo aprendido en la escuela, pide una experiencia vital. Tampoco es indispensable ser derribado de un caballo ni abandonar las redes en el agua; pero de algún modo, brusco o paulatino, apacible o centelleante, el cristiano tiene que percibir con los ojos del alma la luz que permite conocer a Dios (Ef 1,18) y comprender en su interior el amor que Cristo le tiene (Ef 3,19). Esa experiencia puede ocasionar al contacto con otros o ser impacto de una irrupción solitaria; se manifestará unas veces de modo subitáneo, otras como una persuasión progresiva que va liberando por dentro y alumbrando aguas de alegría, tanto más copiosas cuanto más hondo llegue la fe.
La luz que permite conocer a Dios revela que es amor infinito; entonces cambia la visión del mundo, el paisaje se tiñe de esperanza. La alegría que bulle dentro se vierte fuera y la experiencia del perdón de Dios anhela perdonar a los hombres. Cuando se lee el sermón de la montaña hay que tener esto presente: antes de escucharlo hay que sentarse con Jesús en la hierba y mirar su rostro; sólo así se entienden sus palabras. Antes proponer una conducta, voceó una noticia: que el reino está cerca, que el Padre ama al hombre y lo perdona, y que su vida corre a raudales para buenos y malos, como la lluvia que él manda.
No es insensible el cristiano a los rasguños de la convivencia, ni siente continuamente el calor de su fe. Pero la paz y el recuerdo lo sostendrán en la hora difícil. Además, Dios y su alegría no se manifiestan sólo dentro; hace distinguir su rostro en la cara del hermano y su alegría en la mano que se estrecha. El cristiano teme perder algo si perdona; pero al darse a los demás de corazón advertirá sorprendido que le devuelven una medida generosa, colmada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Todo es empezar.
“Donde hay caridad y amor allí está Dios”; por eso la Iglesia es el lugar de “Dios con nosotros”. El llama a un testimonio y a una tarea, pero no termina ahí su llamamiento, llama sobre todo al gozo de su presencia. Testimonio y tarea cesarán en el reino, para vivir en la fiesta de la ciudad; Dios está por el hombre para estar con el hombre. El ser de la Iglesia, que es la unión, es la alegría de los hijos de Dios a quienes el Espíritu enseña a decir “Padre”, el goce de la vida eterna que ya comienza, gracias a Jesucristo.
lunes, 23 de noviembre de 2009
CAP.I.1 Unidad y disciplina.
Cap.II.1
Unidad y disciplina.
Para que un testimonio sea válido se requiere que sea consecuente y no evidencie contradicciones. Si la Iglesia es testigo permanente de unidad ante el mundo, debe ser fiel a una línea de conducta y no puede ser indiferente al proceder de sus miembros; necesita una disciplina.
La disciplina concierne en primer lugar a su cohesión interna. Ante las rencillas o desavenencias que la ponen en peligro, Cristo fue extraordinariamente severo. Examinemos el largo pasaje evangélico que inculca la urgencia de la reconciliación (Mt 18,15-35).
Si un cristiano ofende a otro, el ofendido debe ir al ofensor, probarle que ha hecho mal y hacer las paces (18,15); ninguna publicidad, pues la discordia, escándalo entre cristianos, no tiene por qué trascender. Si el ofensor es testarudo y no se reconoce en falta, llame el ofendido a uno o dos más que juzguen con imparcialidad y lo persuadan. Si tampoco así se lograse el acuerdo, hágase público ante la comunidad, ésta tratará de convencer al empedernido; si aun entonces se muestra refractario a la reconciliación ofrecida, salga de la Iglesia; ella no puede tolerar en su seno a gente que invalida su testimonio (Mt 18,15-17).
El acto de reconciliación a cualquier nivel o la excomunión pronunciada por el grupo quedan ratificados por el Padre del cielo; efectuadas las paces, está libre el acceso a Dios, obstruido antes por la hostilidad entre hermanos. Todo esfuerzo por la paz está refrendado por Cristo.
Tal doctrina era un plato muy fuerte para el paladar de Pedro; quiso saber exactamente cuántas veces estaría obligado a perdonar aun ofensor reincidente; pensó que siete veces bastarían. En el cántico de Lamec (Gn 4,24), siete eran las venganzas por una injuria hecha a Caín; Lamec, su descendiente, se ufanaba de que las suyas serían setenta y siete. A la cifra siete que propone Pedro, replica el Señor con las setenta y siete. A donde llega la crueldad ha de alcanzar el perdón.
Pero a Cristo no le basta con disponer; es Maestro, no dictador. Por eso explica con una parábola el contrasentido de negarse a perdonar, cuando uno mismo ha recibido un perdón ilimitado y gratuito. Describe la monstruosidad del deudor a quien el rey condonó una suma ingente, y mandó a la cárcel a un compañero porque le debía una minucia. Quien tiene conciencia de la gracia que le han concedido, ¿puede todavía tasar su perdón? Para terminar, Jesús recalca que no hay reconciliación posible con Dios mientras no la haya entre los hombres (18,23-35).
Mientras exista desavenencias aquí abajo, con Dios no se comunica. Su número hay que marcarlo con los dedos de todos. Por eso, al que va a ofrecer un sacrificio, lo intima Cristo a dejar la ofrenda al pie del altar hasta haber hecho las paces con el otro (Mt 5, 23-24).
Divisiones no deben existir, pero si además de existir trascienden a los de fuera, el escándalo es inevitable. Indignaba a san Pablo que los corintios apelaran en sus pleitos a tribunales civiles y no pudieran avenirse con la ayuda de los cristianos mismos. Demostraban con su conducta que la Iglesia no es capaz de garantizar la unión. Usa frases violentas: “Desde cualquier punto de vista es ya un fallo que haya pleitos entre vosotros. ¿No estaría mejor sufrir la injusticia? ¿No estaría mejor dejarse robar? En cambio, sois vosotros los injustos y los ladrones, y eso con hermanos vuestros” (1 Cor 6,7-8). Ocasiones extremas pueden exigir sacrificios, para no desprestigiar el testimonio cristiano.
La disciplina excluye en segundo lugar la mala conducta notoria. El cristiano que daña gravemente la reputación de la comunidad no puede permanecer en ella. Este fue el caso del sujeto que vivía con su madrastra en Corinto; ni entre paganos se toleraba tal incesto. San Pablo decide expulsar al individuo y pide a la comunidad que se reúna y ratifique su decisión (1 Cor 5,1-13).
Los cristianos han recibido una vocación y han de permanecer fieles a ella. Dios los llama a ser sus testigos en el mundo, individualmente y en grupo, y el testimonio tiene sus exigencias. Rozamientos existirán siempre, pero no es tolerable la desunión contumaz que oscurece el ideal y extingue el brillo del ejemplo. Cada llaga debe ser vendada inmediatamente, para evitar la infección. Dejar heridas abiertas en la Iglesia es desangrarla; predicar lo que no se practica es caer en la hipocresía de los que “dicen y no hacen” (Mt 23,3), honrar a Dios con los labios teniendo el corazón lejos. Bien consciente era san Pablo de su responsabilidad: “Para que no pongan tacha a nuestro servicio, nunca damos a nadie motivo de escándalo” (2 Cor 6,3).
Unidad y disciplina.
Para que un testimonio sea válido se requiere que sea consecuente y no evidencie contradicciones. Si la Iglesia es testigo permanente de unidad ante el mundo, debe ser fiel a una línea de conducta y no puede ser indiferente al proceder de sus miembros; necesita una disciplina.
La disciplina concierne en primer lugar a su cohesión interna. Ante las rencillas o desavenencias que la ponen en peligro, Cristo fue extraordinariamente severo. Examinemos el largo pasaje evangélico que inculca la urgencia de la reconciliación (Mt 18,15-35).
Si un cristiano ofende a otro, el ofendido debe ir al ofensor, probarle que ha hecho mal y hacer las paces (18,15); ninguna publicidad, pues la discordia, escándalo entre cristianos, no tiene por qué trascender. Si el ofensor es testarudo y no se reconoce en falta, llame el ofendido a uno o dos más que juzguen con imparcialidad y lo persuadan. Si tampoco así se lograse el acuerdo, hágase público ante la comunidad, ésta tratará de convencer al empedernido; si aun entonces se muestra refractario a la reconciliación ofrecida, salga de la Iglesia; ella no puede tolerar en su seno a gente que invalida su testimonio (Mt 18,15-17).
El acto de reconciliación a cualquier nivel o la excomunión pronunciada por el grupo quedan ratificados por el Padre del cielo; efectuadas las paces, está libre el acceso a Dios, obstruido antes por la hostilidad entre hermanos. Todo esfuerzo por la paz está refrendado por Cristo.
Tal doctrina era un plato muy fuerte para el paladar de Pedro; quiso saber exactamente cuántas veces estaría obligado a perdonar aun ofensor reincidente; pensó que siete veces bastarían. En el cántico de Lamec (Gn 4,24), siete eran las venganzas por una injuria hecha a Caín; Lamec, su descendiente, se ufanaba de que las suyas serían setenta y siete. A la cifra siete que propone Pedro, replica el Señor con las setenta y siete. A donde llega la crueldad ha de alcanzar el perdón.
Pero a Cristo no le basta con disponer; es Maestro, no dictador. Por eso explica con una parábola el contrasentido de negarse a perdonar, cuando uno mismo ha recibido un perdón ilimitado y gratuito. Describe la monstruosidad del deudor a quien el rey condonó una suma ingente, y mandó a la cárcel a un compañero porque le debía una minucia. Quien tiene conciencia de la gracia que le han concedido, ¿puede todavía tasar su perdón? Para terminar, Jesús recalca que no hay reconciliación posible con Dios mientras no la haya entre los hombres (18,23-35).
Mientras exista desavenencias aquí abajo, con Dios no se comunica. Su número hay que marcarlo con los dedos de todos. Por eso, al que va a ofrecer un sacrificio, lo intima Cristo a dejar la ofrenda al pie del altar hasta haber hecho las paces con el otro (Mt 5, 23-24).
Divisiones no deben existir, pero si además de existir trascienden a los de fuera, el escándalo es inevitable. Indignaba a san Pablo que los corintios apelaran en sus pleitos a tribunales civiles y no pudieran avenirse con la ayuda de los cristianos mismos. Demostraban con su conducta que la Iglesia no es capaz de garantizar la unión. Usa frases violentas: “Desde cualquier punto de vista es ya un fallo que haya pleitos entre vosotros. ¿No estaría mejor sufrir la injusticia? ¿No estaría mejor dejarse robar? En cambio, sois vosotros los injustos y los ladrones, y eso con hermanos vuestros” (1 Cor 6,7-8). Ocasiones extremas pueden exigir sacrificios, para no desprestigiar el testimonio cristiano.
La disciplina excluye en segundo lugar la mala conducta notoria. El cristiano que daña gravemente la reputación de la comunidad no puede permanecer en ella. Este fue el caso del sujeto que vivía con su madrastra en Corinto; ni entre paganos se toleraba tal incesto. San Pablo decide expulsar al individuo y pide a la comunidad que se reúna y ratifique su decisión (1 Cor 5,1-13).
Los cristianos han recibido una vocación y han de permanecer fieles a ella. Dios los llama a ser sus testigos en el mundo, individualmente y en grupo, y el testimonio tiene sus exigencias. Rozamientos existirán siempre, pero no es tolerable la desunión contumaz que oscurece el ideal y extingue el brillo del ejemplo. Cada llaga debe ser vendada inmediatamente, para evitar la infección. Dejar heridas abiertas en la Iglesia es desangrarla; predicar lo que no se practica es caer en la hipocresía de los que “dicen y no hacen” (Mt 23,3), honrar a Dios con los labios teniendo el corazón lejos. Bien consciente era san Pablo de su responsabilidad: “Para que no pongan tacha a nuestro servicio, nunca damos a nadie motivo de escándalo” (2 Cor 6,3).
domingo, 22 de noviembre de 2009
CAP.I.1 Unidad y apertura.
Cap.II.
Unidad y Apertura.
La apertura es necesaria para la unión, y consecuencia inmediata de la urgencia es no poner más condiciones que las imprescindibles. Nunca pretendieron los apóstoles crear una organización rival de Israel; la Iglesia fue expulsada del judaísmo, y precisamente por su apertura; no por poner condiciones, sino por suprimirlas.
Albergando a los judíos cristianos que practicaban como antes la ley de Moisés y asistían al templo, admitió a los gentiles sin exigirles aquellas observancias. Esta actitud causó tensiones internas (Hch 11,1-3), pero prevaleció porque el Espíritu la impulsaba (Hch 10,44-47). Conciso era el dogma; basta leer los discursos de san Pedro en Jerusalén (Hch 2,22-36; 3, 11-26), que podrían resumirse en la antiquísima fórmula: “Jesucristo es Señor” (Rom 10,9; 1 Cor 12,3; Flp 2,11), profesión de fe en la mesianidad, resurrección y reinado presente de Cristo, incluyendo la esperanza de su venida y la resurrección de los muertos. Aparte de esta doctrina sumaria, lo decisivo era que Cristo habitase en cada uno por la fe (Ef 3,17; Gál 2,20) y que la vida transparentase su amor (Ef 3,19; Gál 5,6).
Mucha historia ha pasado. Polémicas y reflexión han fijado muchos puntos de dogma; la unión es ahora mucho más difícil, pero no menos urgente. Las Iglesias deben mostrar ante todo su estima mutua y su fraternidad, subrayando los puntos de acuerdo. En las cuestiones controvertidas hay que examinar de nuevo las formulaciones de cada parte a la luz de la revelación; toda palabra humana es mejorable y susceptible de nuevos matices. Las tradiciones disciplinares o costumbres regionales no alcanzan la categoría de obstáculo; si llegaran a serlo, delatarían poca sinceridad en los que hablan de unión.
Ejemplo de un debate ecuménico lo dio Cristo cuando los saduceos lo provocaron ridiculizando la resurrección (Mt 22,23-33 y parals.). Jesús se encontró ante dos teologías antitéticas: los fariseos sostenían que habrá resurrección; los saduceos, que no la habrá. Cada escuela teológica se preocupaba más de demoler la posición contraria que de fundamentar la propia. Por su parte, la doctrina fariseo era muy vulnerable, pues concebía la vida futura como una simple prolongación de la presente.
Cristo no acepta la polémica como base de discusión, ni refuta razones una por una. Sin exponer doctrinas personales, va derecho a la Escritura y muestra la única verdad revelada, que el hombre vivirá, pero declara falsa al mismo tiempo la concepción farisea de la vida eterna.
No trata, pues, de conciliar las dos posiciones; da netamente la razón a una, pero sólo en lo esencial, corrigiéndola en todo lo demás. Los fariseos habían mezclado con la revelación sus propias ideas, que no tenían fundamento en la Escritura. Tal puede ser el caso en muchas cuestiones presentes; veinte siglos de historia han recamado el mensaje original con tantas hebras culturales y políticas que se precisa una labor atenta y paciente para descubrir la trama.
El Espíritu, creador de unión, es también creador de diversidad; la unidad vital que él sostiene no consiste en la yuxtaposición de piezas uniformes, sino en la complementariedad de dones diferentes. No hay un rasero para los dones del Espíritu; a uno lo hace profeta, a otro le da habilidad para dirigir (1 Cor 12,28); la unidad se efectúa como en el cuerpo, porque todos necesitan de todos. Lo que ocurre entre individuos es normal también entre grupos; si se deja obrar al Espíritu, saldrán diferentes fisonomías, como ya en el Nuevo Testamento la Iglesia de Jerusalén se diferenciaba de la de Corinto. Los únicos requisitos indispensables son los que Dios pone, y éstos hay que sopesarlos con cuidado; cada Iglesia tiende a identificarse con el evangelio, la más de las veces indebidamente, y a encontrar en él justificación para sus modalidades.
Estamos ahora en mejores condiciones para la unión que en épocas pasadas, cuando por falta de estudios críticos se hacía remontar toda usanza eclesiástica a los apóstoles o a Cristo. Conocemos mejor los orígenes de muchas tradiciones y los influjos culturales que las han modelado; aparece la diversidad de estructuras eclesiásticas en los mismos escritos del Nuevo Testamento. El desarrollo histórico de las comunidades cristianas ha sido uno, no el único posible, y ha estado determinado en parte por la sociedad ambiente. Sería temerario ignorar la historia, pero hay que aquilatar la validez para el día de hoy. El pasado tiene voz en capítulo, pero no la última palabra.
Los libros inspirados no ofrecen un modelo de estructura eclesiástica, sino una clave de estructuración, la misión de la Iglesia en el mundo. La Iglesia debe organizarse en cada época de la manera más idónea para responder a esa misión y cumplirla. El pasado deberá ser consejero, pero nunca juez; aparte de los pocos elementos que instituyó Cristo, las estructuras pretéritas no son absolutas, y es posible que, al menos en parte, no sean encarnación válida para nuestros días de la clave estructuradora.
La Iglesia desarrolla su misión en el mundo que la rodea, le guste o no le guste. En éste y no en un mundo ideal es donde Dios prepara su reino. Desde su circunstancia presente, y con la mirada en el futuro, juzga la validez del pasado. Cuánto deba ser retenido o descartado, no puede decirse a priori; hay que mover la criba con cautela, para no perder oro ni retener ganga. Desechar valores auténticos pondría en peligro la identidad de la Iglesia; arrastrar lastres infantiles paralizaría su acción. Teniendo bien presente su misión en el mundo, debe fiarse del Espíritu, que la guía hacia la verdad plena (Jn 16,13).
Unidad y Apertura.
La apertura es necesaria para la unión, y consecuencia inmediata de la urgencia es no poner más condiciones que las imprescindibles. Nunca pretendieron los apóstoles crear una organización rival de Israel; la Iglesia fue expulsada del judaísmo, y precisamente por su apertura; no por poner condiciones, sino por suprimirlas.
Albergando a los judíos cristianos que practicaban como antes la ley de Moisés y asistían al templo, admitió a los gentiles sin exigirles aquellas observancias. Esta actitud causó tensiones internas (Hch 11,1-3), pero prevaleció porque el Espíritu la impulsaba (Hch 10,44-47). Conciso era el dogma; basta leer los discursos de san Pedro en Jerusalén (Hch 2,22-36; 3, 11-26), que podrían resumirse en la antiquísima fórmula: “Jesucristo es Señor” (Rom 10,9; 1 Cor 12,3; Flp 2,11), profesión de fe en la mesianidad, resurrección y reinado presente de Cristo, incluyendo la esperanza de su venida y la resurrección de los muertos. Aparte de esta doctrina sumaria, lo decisivo era que Cristo habitase en cada uno por la fe (Ef 3,17; Gál 2,20) y que la vida transparentase su amor (Ef 3,19; Gál 5,6).
Mucha historia ha pasado. Polémicas y reflexión han fijado muchos puntos de dogma; la unión es ahora mucho más difícil, pero no menos urgente. Las Iglesias deben mostrar ante todo su estima mutua y su fraternidad, subrayando los puntos de acuerdo. En las cuestiones controvertidas hay que examinar de nuevo las formulaciones de cada parte a la luz de la revelación; toda palabra humana es mejorable y susceptible de nuevos matices. Las tradiciones disciplinares o costumbres regionales no alcanzan la categoría de obstáculo; si llegaran a serlo, delatarían poca sinceridad en los que hablan de unión.
Ejemplo de un debate ecuménico lo dio Cristo cuando los saduceos lo provocaron ridiculizando la resurrección (Mt 22,23-33 y parals.). Jesús se encontró ante dos teologías antitéticas: los fariseos sostenían que habrá resurrección; los saduceos, que no la habrá. Cada escuela teológica se preocupaba más de demoler la posición contraria que de fundamentar la propia. Por su parte, la doctrina fariseo era muy vulnerable, pues concebía la vida futura como una simple prolongación de la presente.
Cristo no acepta la polémica como base de discusión, ni refuta razones una por una. Sin exponer doctrinas personales, va derecho a la Escritura y muestra la única verdad revelada, que el hombre vivirá, pero declara falsa al mismo tiempo la concepción farisea de la vida eterna.
No trata, pues, de conciliar las dos posiciones; da netamente la razón a una, pero sólo en lo esencial, corrigiéndola en todo lo demás. Los fariseos habían mezclado con la revelación sus propias ideas, que no tenían fundamento en la Escritura. Tal puede ser el caso en muchas cuestiones presentes; veinte siglos de historia han recamado el mensaje original con tantas hebras culturales y políticas que se precisa una labor atenta y paciente para descubrir la trama.
El Espíritu, creador de unión, es también creador de diversidad; la unidad vital que él sostiene no consiste en la yuxtaposición de piezas uniformes, sino en la complementariedad de dones diferentes. No hay un rasero para los dones del Espíritu; a uno lo hace profeta, a otro le da habilidad para dirigir (1 Cor 12,28); la unidad se efectúa como en el cuerpo, porque todos necesitan de todos. Lo que ocurre entre individuos es normal también entre grupos; si se deja obrar al Espíritu, saldrán diferentes fisonomías, como ya en el Nuevo Testamento la Iglesia de Jerusalén se diferenciaba de la de Corinto. Los únicos requisitos indispensables son los que Dios pone, y éstos hay que sopesarlos con cuidado; cada Iglesia tiende a identificarse con el evangelio, la más de las veces indebidamente, y a encontrar en él justificación para sus modalidades.
Estamos ahora en mejores condiciones para la unión que en épocas pasadas, cuando por falta de estudios críticos se hacía remontar toda usanza eclesiástica a los apóstoles o a Cristo. Conocemos mejor los orígenes de muchas tradiciones y los influjos culturales que las han modelado; aparece la diversidad de estructuras eclesiásticas en los mismos escritos del Nuevo Testamento. El desarrollo histórico de las comunidades cristianas ha sido uno, no el único posible, y ha estado determinado en parte por la sociedad ambiente. Sería temerario ignorar la historia, pero hay que aquilatar la validez para el día de hoy. El pasado tiene voz en capítulo, pero no la última palabra.
Los libros inspirados no ofrecen un modelo de estructura eclesiástica, sino una clave de estructuración, la misión de la Iglesia en el mundo. La Iglesia debe organizarse en cada época de la manera más idónea para responder a esa misión y cumplirla. El pasado deberá ser consejero, pero nunca juez; aparte de los pocos elementos que instituyó Cristo, las estructuras pretéritas no son absolutas, y es posible que, al menos en parte, no sean encarnación válida para nuestros días de la clave estructuradora.
La Iglesia desarrolla su misión en el mundo que la rodea, le guste o no le guste. En éste y no en un mundo ideal es donde Dios prepara su reino. Desde su circunstancia presente, y con la mirada en el futuro, juzga la validez del pasado. Cuánto deba ser retenido o descartado, no puede decirse a priori; hay que mover la criba con cautela, para no perder oro ni retener ganga. Desechar valores auténticos pondría en peligro la identidad de la Iglesia; arrastrar lastres infantiles paralizaría su acción. Teniendo bien presente su misión en el mundo, debe fiarse del Espíritu, que la guía hacia la verdad plena (Jn 16,13).
domingo, 15 de noviembre de 2009
Cap I.1. Necesidad de la Unión.
Cap.II.1
Necesidad de la unión.
Tan indispensable es la unión entre los cristianos, que de ella depende el éxito de la misión de Cristo. Si la Iglesia no vive del amor fraterno, neutraliza la redención.
Lleva en la solapa un distintivo: “En esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13,35). Si se lo quita, pierde su identidad. Sirve de poco que la Iglesia descuelle en otro ramo: organización, ciencia, arte, religiosidad, disciplina, si no ostenta su divisa específica. El resto será más o menos necesario, pero no es decisivo y siempre se topará con rivales que la igualen o la superen. Dios quiere que obtenga sobresaliente en el amor activo y desinteresado por el prójimo. Esa es su piedra de toque, y lo mismo la Iglesia como un todo que los grupos intraeclesiales; entre ellos la comunidades religiosas, deben centrar ahí su examen de conciencia.
Si a un musulmán o budista educado en colegio cristiano se le preguntara cómo ve el cristianismo, difícilmente respondería con la admiración de los antiguos paganos: “Son gente que toma en serio el amor mutuo”. Lo más probable es que elogiara la organización, ciencia o disciplina, o incluso el poder de la Iglesia. Por muy ponderativo y halagador que pareciera su discurso, significaría, en fin de cuentas, que el testimonio para el que existe la Iglesia no estaba en primer plano.
De este testimonio depende la fe del mundo, como afirma Cristo en su testamento. Pide una unión entre los cristianos que refleje la que él tiene con el Padre y los integre con ellos: “así creerá el mundo que tú me has enviado” (Jn 17,21). La unión es la gloria, la presencia, el esplendor de Dios mismo que Cristo comunica a la Iglesia, y esa presencia de Dios debe llevarlos a la unidad perfecta: “así sabrá el mundo que tú me enviaste y que los amas a ellos como a mí” (Jn 17,22-23).
No cabía claridad mayor en afirmar lo decisivo de la unidad: de ella depende que el mundo acepte a Cristo. Palpita aquí la urgencia de la unión entre las Iglesias cristianas. Mientras exista división deberían sonrojarse de llamarse cristianas, pues no están a la altura de su llamamiento. (Ef 4,1); demuestran exactamente lo contrario de aquello a lo que Cristo las llamó; prueban que la unión entre los hombres es imposible, que la esperanza es vana, y que ni siquiera Cristo consiguió realizarla, pues los mismos que apelan a él son incapaces de vivir en armonía. Es el contratestimonio. Los bloques separados de Iglesias son las ruinas del dolor y la gracia de Cristo, el fracaso visible de la obra de Dios.
Establecidas sociológicamente, las Iglesias olvidaron su misión frente al mundo y descuidaron su testimonio primario. Hoy Dios se lo reprocha, suscitando el tremendo ataque del ateísmo y obligando a reconsiderar actitudes.
Necesidad de la unión.
Tan indispensable es la unión entre los cristianos, que de ella depende el éxito de la misión de Cristo. Si la Iglesia no vive del amor fraterno, neutraliza la redención.
Lleva en la solapa un distintivo: “En esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13,35). Si se lo quita, pierde su identidad. Sirve de poco que la Iglesia descuelle en otro ramo: organización, ciencia, arte, religiosidad, disciplina, si no ostenta su divisa específica. El resto será más o menos necesario, pero no es decisivo y siempre se topará con rivales que la igualen o la superen. Dios quiere que obtenga sobresaliente en el amor activo y desinteresado por el prójimo. Esa es su piedra de toque, y lo mismo la Iglesia como un todo que los grupos intraeclesiales; entre ellos la comunidades religiosas, deben centrar ahí su examen de conciencia.
Si a un musulmán o budista educado en colegio cristiano se le preguntara cómo ve el cristianismo, difícilmente respondería con la admiración de los antiguos paganos: “Son gente que toma en serio el amor mutuo”. Lo más probable es que elogiara la organización, ciencia o disciplina, o incluso el poder de la Iglesia. Por muy ponderativo y halagador que pareciera su discurso, significaría, en fin de cuentas, que el testimonio para el que existe la Iglesia no estaba en primer plano.
De este testimonio depende la fe del mundo, como afirma Cristo en su testamento. Pide una unión entre los cristianos que refleje la que él tiene con el Padre y los integre con ellos: “así creerá el mundo que tú me has enviado” (Jn 17,21). La unión es la gloria, la presencia, el esplendor de Dios mismo que Cristo comunica a la Iglesia, y esa presencia de Dios debe llevarlos a la unidad perfecta: “así sabrá el mundo que tú me enviaste y que los amas a ellos como a mí” (Jn 17,22-23).
No cabía claridad mayor en afirmar lo decisivo de la unidad: de ella depende que el mundo acepte a Cristo. Palpita aquí la urgencia de la unión entre las Iglesias cristianas. Mientras exista división deberían sonrojarse de llamarse cristianas, pues no están a la altura de su llamamiento. (Ef 4,1); demuestran exactamente lo contrario de aquello a lo que Cristo las llamó; prueban que la unión entre los hombres es imposible, que la esperanza es vana, y que ni siquiera Cristo consiguió realizarla, pues los mismos que apelan a él son incapaces de vivir en armonía. Es el contratestimonio. Los bloques separados de Iglesias son las ruinas del dolor y la gracia de Cristo, el fracaso visible de la obra de Dios.
Establecidas sociológicamente, las Iglesias olvidaron su misión frente al mundo y descuidaron su testimonio primario. Hoy Dios se lo reprocha, suscitando el tremendo ataque del ateísmo y obligando a reconsiderar actitudes.
domingo, 8 de noviembre de 2009
CAP.I.1 Iglesia y vocación.
Cap II.1
Iglesia y vocación.
La aspiración individualista a obtener la propia salvación no explica, por tanto, la existencia de la Iglesia; Dios salva también fuera de ella. Su propósito, al reunir un grupo de hombres, tiene que ser diverso.
Pertenecer a la Iglesia supone una vocación especial; ninguno se acerca a Cristo si el Padre no lo empuja (Jn 6,44).
El Padre llama a la unión y hermandad; los cristianos son hombres que viven bajo el signo del amor mutuo. En un mundo en que la solidaridad y el amor parecen no ya difíciles, sino utópicos, la Iglesia tiene que demostrar que son posibles. Por encima de las fronteras nacionales, culturales, raciales, religiosas y sociales, enfrentándose con los antagonismos, recelos y desprecios mutuos, tiene que actuar un nuevo sistema de relaciones: confianza, concordia, solidaridad, colaboración, interés por todos y prontitud para la ayuda. La Iglesia es una gema de muestra que viene del tesoro de Dios, debe ser promesa cumplida, esperanza verificada, porque lo que parecía ilusorio, el derribo de los muros ancestrales, es en ella una realidad. Esta es la Iglesia, símbolo del reino: la parcela de mundo donde el amor de Dios fluye libremente hacia el prójimo, la prueba sorprendente de que la unión entre los hombres es posible.
El grupo cristiano reconoce y declara no ser empresa humana; al que pregunta le muestra sus credenciales, la marca de taller. Así da testimonio del designio divino sobre la sociedad humana; su amor fraterno explicita la acción de Dios en el mundo y enseña a reconocerla cuando obra de incógnito.
Por eso la primera preocupación de la Iglesia es mantener la unión; si fracasara en eso, su papel habría terminado. La unión no es resultado de esfuerzo humano, sino obra del Espíritu de Dios, pero los cristianos han de poner todo empeño en afianzarla, fomentando la paz. La Carta a los Efesios pone de relieve la importancia de este punto. Terminada la solemne oración al Padre en que san Pablo pide para los cristianos una profunda experiencia de Cristo (3,14-21), no sigue una exhortación a la vida moral; la experiencia del amor que Cristo nos tiene ha de traducirse ante todo en el testimonio de unidad; el Apóstol no teme se redundante al enumerar los fundamentos y acicates para la unión: “Un cuerpo y un Espíritu, una esperanza, un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos” (4,5-6). Describe la conducta que la favorece: humildad, sencillez, paciencia, amor y paz; así es como se vive a la altura del llamamiento recibido (4,1-4).
El afán por la unidad no es sino respuesta al mandamiento de Cristo: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). En los años de vida juntos, Jesús fue educando a los apóstoles, hasta que la última noche pudo llamarlos amigos. Les explica en qué consiste su amistad: primero en ayudarlos sin escatimar nada: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13); segundo, en la confianza: “Ya no os llamo siervos, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su amo; os llamo amigos, porque os he comunicado todo lo que le he oído a mi Padre (Jn 15,15).
La amistad de Cristo con los apóstoles es modelo para el trato entre cristianos: interés mutuo que se traduce en ayuda, confianza que abre la comunicación. Ambas notas aparecen en la primitiva comunidad de Jerusalén, donde “todos pensaban y sentían lo mismo”; frase hiperbólica, sin duda, pero que muestra por lo menos un acuerdo, fruto del intercambio, capaz de integrar las diferencias de opinión; además, “nadie consideraba suyo nada de lo que tenía”, de modo que “ninguno pasaba necesidad” (Hch 4,32-34); la descripción está posiblemente idealizada, pero señala una meta a la convivencia cristiana.
Iglesia y vocación.
La aspiración individualista a obtener la propia salvación no explica, por tanto, la existencia de la Iglesia; Dios salva también fuera de ella. Su propósito, al reunir un grupo de hombres, tiene que ser diverso.
Pertenecer a la Iglesia supone una vocación especial; ninguno se acerca a Cristo si el Padre no lo empuja (Jn 6,44).
El Padre llama a la unión y hermandad; los cristianos son hombres que viven bajo el signo del amor mutuo. En un mundo en que la solidaridad y el amor parecen no ya difíciles, sino utópicos, la Iglesia tiene que demostrar que son posibles. Por encima de las fronteras nacionales, culturales, raciales, religiosas y sociales, enfrentándose con los antagonismos, recelos y desprecios mutuos, tiene que actuar un nuevo sistema de relaciones: confianza, concordia, solidaridad, colaboración, interés por todos y prontitud para la ayuda. La Iglesia es una gema de muestra que viene del tesoro de Dios, debe ser promesa cumplida, esperanza verificada, porque lo que parecía ilusorio, el derribo de los muros ancestrales, es en ella una realidad. Esta es la Iglesia, símbolo del reino: la parcela de mundo donde el amor de Dios fluye libremente hacia el prójimo, la prueba sorprendente de que la unión entre los hombres es posible.
El grupo cristiano reconoce y declara no ser empresa humana; al que pregunta le muestra sus credenciales, la marca de taller. Así da testimonio del designio divino sobre la sociedad humana; su amor fraterno explicita la acción de Dios en el mundo y enseña a reconocerla cuando obra de incógnito.
Por eso la primera preocupación de la Iglesia es mantener la unión; si fracasara en eso, su papel habría terminado. La unión no es resultado de esfuerzo humano, sino obra del Espíritu de Dios, pero los cristianos han de poner todo empeño en afianzarla, fomentando la paz. La Carta a los Efesios pone de relieve la importancia de este punto. Terminada la solemne oración al Padre en que san Pablo pide para los cristianos una profunda experiencia de Cristo (3,14-21), no sigue una exhortación a la vida moral; la experiencia del amor que Cristo nos tiene ha de traducirse ante todo en el testimonio de unidad; el Apóstol no teme se redundante al enumerar los fundamentos y acicates para la unión: “Un cuerpo y un Espíritu, una esperanza, un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos” (4,5-6). Describe la conducta que la favorece: humildad, sencillez, paciencia, amor y paz; así es como se vive a la altura del llamamiento recibido (4,1-4).
El afán por la unidad no es sino respuesta al mandamiento de Cristo: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). En los años de vida juntos, Jesús fue educando a los apóstoles, hasta que la última noche pudo llamarlos amigos. Les explica en qué consiste su amistad: primero en ayudarlos sin escatimar nada: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13); segundo, en la confianza: “Ya no os llamo siervos, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su amo; os llamo amigos, porque os he comunicado todo lo que le he oído a mi Padre (Jn 15,15).
La amistad de Cristo con los apóstoles es modelo para el trato entre cristianos: interés mutuo que se traduce en ayuda, confianza que abre la comunicación. Ambas notas aparecen en la primitiva comunidad de Jerusalén, donde “todos pensaban y sentían lo mismo”; frase hiperbólica, sin duda, pero que muestra por lo menos un acuerdo, fruto del intercambio, capaz de integrar las diferencias de opinión; además, “nadie consideraba suyo nada de lo que tenía”, de modo que “ninguno pasaba necesidad” (Hch 4,32-34); la descripción está posiblemente idealizada, pero señala una meta a la convivencia cristiana.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
CAP.I.1. Iglesia y salvación.
Cap.II.1.
Iglesia y Salvación.
Hay cristianos que buscan en la Iglesia sólo su salvación individual. ¿Han entendido el designio de Dios? Cristo no murió solamente por los cristianos, sino por el mundo entero; pero la salvación que él obtuvo, ¿está toda concentrada en la Iglesia o administrada por ella? Según la Carta a los Hebreos, la fe que se requiere para agradar a Dios se limita a este artículo: hay un Dios que no es indiferente a los esfuerzos del hombre que lo busca (Heb 11,6). Y hace mucho tiempo que hablan los teólogos de un bautismo implícito, suficiente para salvarse.
De hecho, la Iglesia se presenta en el evangelio como sal de la tierra, cuantía mínima respecto a la masa total y dispersa en ella. La metáfora de la luz del mundo supone también un vasto espacio oscuro donde brilla.
Sin embargo, la intención de Dios al enviar a su Hijo era salvar al mundo, a la humanidad entera, no a un grupo determinado (Jn 3,16-17; 1 Jn 2,2). La acción salvadora de Dios tiene, por tanto, que ejercerse también fuera de los muros de la ciudad que invoca su nombre.
La actividad de Dios en el mundo es misteriosa e imposible de indagar; por lo que Cristo expone en las parábolas del reino, es una acción paciente y sujeta a mil fracasos, por culpa de la superficialidad, inconstancia o ambición de los hombres (Mt 13,1-9; 18,23 y parals.). Esa humildad divina encabritaba a muchos judíos, que anhelaban una manifestación fulgurante. La acción de Dios está tan entremezclada con las realidades humanas que toda prudencia es poca para no confundir el trigo con la cizaña (Mt 13,24-30). A pesar de todas las oposiciones, la obra va adelante, como germina la simiente (Mc 4,26-29) o fermenta la levadura (Mt 13,33), duerma el hombre o vigile. Coge a uno por sorpresa, mientras cava un campo o trafica en perlas (Mt 13,44-46).
Aunque no podemos medir la acción de Dios ni diseñar su mapa, sí sabemos que consiste en promover el amor entre los hombres. Donde se percibe un avance en la fraternidad humana, cuando se oye el derrumbe de una valla, allí está Dios que empuja.
Su campo es el mundo (Mt 13,38). A ciertos hombres, en mayor o menor número según sus planes y las vicisitudes históricas, descubre su esplendor, reflejado en el rostro de Cristo ( 2 Cor 4,6), llamándolos a la fe. La Iglesia es un fruto visible de la acción universal de Dios, el que lleva su etiqueta. Los demás son anónimos; tantos hijos tendrá Dios en el mundo que no reconocen al Padre, aunque él da el apellido a toda familia en cielo y tierra (Ef 3,14-15). Algunos, sin embargo, lo han visto y lo han reconocido en Jesús (Jn 14,7); son los cristianos.
En Palestina no formó Jesús un grupo esotérico de discípulos; si eligió a doce, fue para enviarlos a todo Israel (Mt 10,1-6). El predicaba en las sinagogas y a cielo descubierto, llamaba a todos, buenos y malos, piadosos y descreídos. No empezó una nueva secta; al contrario, tiró abajo las barreras levantadas por los fariseos, tras las cuales los no versados en la ley vivían sin religión pensando quedar fuera del grupo de elegidos. Jesús enfrentó a todos con la decisión que exigía el reino.
La Iglesia nació de la negativa de Israel. La constituyeron los que creían en Jesús como Mesías prometido y Salvador enviado por Dios. Fue el fruto visible de la obra de Cristo en medio de todo su pueblo.
No conocemos los modos ni las etapas de la salvación que Dios actúa entre los no cristianos. Para el hombre que llega a la fe, el bautismo perdona sus pecados, lo incorpora a Cristo y le infunde el Espíritu; ésta es la salvación. No es fruto laborioso de una vida de esfuerzo, sino regalo generoso de Dios. Culminará en el futuro del reino, pero está ya concebida. “Con esta esperanza nos salvaron” (Rom 8,24); la garantía y el sello es el Espíritu (Ef 1,13-14).
La salvación que Dios concede no exime de responsabilidad, exige la respuesta de la fe, que es la entrega a Dios en el cumplimiento de su voluntad; y su voluntad manda que el hombre ame al hombre, su hermano.
Iglesia y Salvación.
Hay cristianos que buscan en la Iglesia sólo su salvación individual. ¿Han entendido el designio de Dios? Cristo no murió solamente por los cristianos, sino por el mundo entero; pero la salvación que él obtuvo, ¿está toda concentrada en la Iglesia o administrada por ella? Según la Carta a los Hebreos, la fe que se requiere para agradar a Dios se limita a este artículo: hay un Dios que no es indiferente a los esfuerzos del hombre que lo busca (Heb 11,6). Y hace mucho tiempo que hablan los teólogos de un bautismo implícito, suficiente para salvarse.
De hecho, la Iglesia se presenta en el evangelio como sal de la tierra, cuantía mínima respecto a la masa total y dispersa en ella. La metáfora de la luz del mundo supone también un vasto espacio oscuro donde brilla.
Sin embargo, la intención de Dios al enviar a su Hijo era salvar al mundo, a la humanidad entera, no a un grupo determinado (Jn 3,16-17; 1 Jn 2,2). La acción salvadora de Dios tiene, por tanto, que ejercerse también fuera de los muros de la ciudad que invoca su nombre.
La actividad de Dios en el mundo es misteriosa e imposible de indagar; por lo que Cristo expone en las parábolas del reino, es una acción paciente y sujeta a mil fracasos, por culpa de la superficialidad, inconstancia o ambición de los hombres (Mt 13,1-9; 18,23 y parals.). Esa humildad divina encabritaba a muchos judíos, que anhelaban una manifestación fulgurante. La acción de Dios está tan entremezclada con las realidades humanas que toda prudencia es poca para no confundir el trigo con la cizaña (Mt 13,24-30). A pesar de todas las oposiciones, la obra va adelante, como germina la simiente (Mc 4,26-29) o fermenta la levadura (Mt 13,33), duerma el hombre o vigile. Coge a uno por sorpresa, mientras cava un campo o trafica en perlas (Mt 13,44-46).
Aunque no podemos medir la acción de Dios ni diseñar su mapa, sí sabemos que consiste en promover el amor entre los hombres. Donde se percibe un avance en la fraternidad humana, cuando se oye el derrumbe de una valla, allí está Dios que empuja.
Su campo es el mundo (Mt 13,38). A ciertos hombres, en mayor o menor número según sus planes y las vicisitudes históricas, descubre su esplendor, reflejado en el rostro de Cristo ( 2 Cor 4,6), llamándolos a la fe. La Iglesia es un fruto visible de la acción universal de Dios, el que lleva su etiqueta. Los demás son anónimos; tantos hijos tendrá Dios en el mundo que no reconocen al Padre, aunque él da el apellido a toda familia en cielo y tierra (Ef 3,14-15). Algunos, sin embargo, lo han visto y lo han reconocido en Jesús (Jn 14,7); son los cristianos.
En Palestina no formó Jesús un grupo esotérico de discípulos; si eligió a doce, fue para enviarlos a todo Israel (Mt 10,1-6). El predicaba en las sinagogas y a cielo descubierto, llamaba a todos, buenos y malos, piadosos y descreídos. No empezó una nueva secta; al contrario, tiró abajo las barreras levantadas por los fariseos, tras las cuales los no versados en la ley vivían sin religión pensando quedar fuera del grupo de elegidos. Jesús enfrentó a todos con la decisión que exigía el reino.
La Iglesia nació de la negativa de Israel. La constituyeron los que creían en Jesús como Mesías prometido y Salvador enviado por Dios. Fue el fruto visible de la obra de Cristo en medio de todo su pueblo.
No conocemos los modos ni las etapas de la salvación que Dios actúa entre los no cristianos. Para el hombre que llega a la fe, el bautismo perdona sus pecados, lo incorpora a Cristo y le infunde el Espíritu; ésta es la salvación. No es fruto laborioso de una vida de esfuerzo, sino regalo generoso de Dios. Culminará en el futuro del reino, pero está ya concebida. “Con esta esperanza nos salvaron” (Rom 8,24); la garantía y el sello es el Espíritu (Ef 1,13-14).
La salvación que Dios concede no exime de responsabilidad, exige la respuesta de la fe, que es la entrega a Dios en el cumplimiento de su voluntad; y su voluntad manda que el hombre ame al hombre, su hermano.
domingo, 25 de octubre de 2009
CAP I.1. El ser de la Iglesia: la unión.
Cap II.1
El ser de la Iglesia: la unión.
No se puede identificar sin más la Iglesia y reino de Dios. El reino es ahora una acción escondida y universal de Dios, que hace fermentar la masa humana haciéndola subir hacia la nueva creación, el nuevo cielo y la nueva tierra, la inimaginable floración de la historia que desplegará su esplendor al fin de los tiempos, cuando Dios reine completamente en todo (1 Cor 15,28).
Pero no podemos tampoco separar completamente Iglesia y reino de Dios. La acción que construye el reino fue incoada por Cristo y tiene ya sus resultados visibles: la Iglesia es primicia y símbolo del reino. Símbolo es una realidad que apunta a otra más alta, pero que de algún modo la contiene y la expresa. Si el reino de Dios es salvación, paz y alegría, unión, amor, igualdad y libertad entre los hombres, la Iglesia tiene que mostrar al mundo un esbozo de ese reino.
El ser de la Iglesia: la unión.
No se puede identificar sin más la Iglesia y reino de Dios. El reino es ahora una acción escondida y universal de Dios, que hace fermentar la masa humana haciéndola subir hacia la nueva creación, el nuevo cielo y la nueva tierra, la inimaginable floración de la historia que desplegará su esplendor al fin de los tiempos, cuando Dios reine completamente en todo (1 Cor 15,28).
Pero no podemos tampoco separar completamente Iglesia y reino de Dios. La acción que construye el reino fue incoada por Cristo y tiene ya sus resultados visibles: la Iglesia es primicia y símbolo del reino. Símbolo es una realidad que apunta a otra más alta, pero que de algún modo la contiene y la expresa. Si el reino de Dios es salvación, paz y alegría, unión, amor, igualdad y libertad entre los hombres, la Iglesia tiene que mostrar al mundo un esbozo de ese reino.
CAP I. La Iglesia.
Cap II.
La Iglesia.
Esta realidad luminosa y compleja, la unión de los hombres gracias a Cristo, el mundo de hermanos hijos de un mismo Padre, se llama en los evangelios el reino de Dios, proclamado e inaugurado por Jesucristo, que es su polo magnético: “Cuando me levanten sobre la tierra, tiraré de todos hacia mí” (Jn 12,32).
Síntomas del reino de Dios son “la salvación, la paz y la alegría que da el Espíritu Santo” (Rom 14,17), y si hay en el mundo un cuerpo privilegiado que deba manifestarlos, es la Iglesia.
La Iglesia es el grupo de hombres, reconciliados entre sí y con Dios, que creen en Jesús el Mesías ( 1 Jn 5,1), el Hijo de Dios (1 Jn 5,5), e impulsados por el Espíritu quieren acompañarlo en su labor salvadora, en la realización del reino de Dios en la tierra. Es el grupo de colaboradores de Dios (1 Tes 3,2; 1 Cor 3,9), que llevan el mensaje de la reconciliación (2 Cor 5,19), embajadores de Cristo por medio de los cuales exhorta al mundo a dejarse reconciliar.
Lo mismo que Cristo no vivió para sí, sino para todos los hombres, tampoco la Iglesia vive para sí misma, sino para el resto de la humanidad. Tres aspectos debemos considerar en la Iglesia: su ser, su quehacer, su decir.
La Iglesia.
Esta realidad luminosa y compleja, la unión de los hombres gracias a Cristo, el mundo de hermanos hijos de un mismo Padre, se llama en los evangelios el reino de Dios, proclamado e inaugurado por Jesucristo, que es su polo magnético: “Cuando me levanten sobre la tierra, tiraré de todos hacia mí” (Jn 12,32).
Síntomas del reino de Dios son “la salvación, la paz y la alegría que da el Espíritu Santo” (Rom 14,17), y si hay en el mundo un cuerpo privilegiado que deba manifestarlos, es la Iglesia.
La Iglesia es el grupo de hombres, reconciliados entre sí y con Dios, que creen en Jesús el Mesías ( 1 Jn 5,1), el Hijo de Dios (1 Jn 5,5), e impulsados por el Espíritu quieren acompañarlo en su labor salvadora, en la realización del reino de Dios en la tierra. Es el grupo de colaboradores de Dios (1 Tes 3,2; 1 Cor 3,9), que llevan el mensaje de la reconciliación (2 Cor 5,19), embajadores de Cristo por medio de los cuales exhorta al mundo a dejarse reconciliar.
Lo mismo que Cristo no vivió para sí, sino para todos los hombres, tampoco la Iglesia vive para sí misma, sino para el resto de la humanidad. Tres aspectos debemos considerar en la Iglesia: su ser, su quehacer, su decir.
CAP.I.I.5 Para el mundo entero.
Cap I.I.5
Para el mundo entero.
La reconciliación efectuada por Cristo alcanza al mundo entero. Puede preguntarse cómo es esto posible y qué significa, siendo así que la inmensa mayoría de los hombres no tienen noticia del hecho.
Tres símiles usaremos para entenderlo. El primero, de sabor muy contemporáneo, es la concesión de nueva ciudadanía a los habitantes de un territorio conquistado. El estado a que se integra la región concede a todos los individuos de ella los derechos de ciudadano con un acto independiente de las voluntades individuales y que alcanza aun a los niños pequeños, incapaces de entender ni de asentir. Todos automáticamente participan de las ventajas de la nueva ciudadanía y tienen derecho a la protección de las nuevas autoridades.
La segunda comparación, la vacuna, pertenece también a nuestra cultura. En caso de epidemia se impone una vacunación obligatoria a todos los habitantes del país, aunque no comprendan el provecho de la profilaxis o no tengan siquiera uso de razón.
El tercer símil es la amnistía. La otorga un jefe de Estado sin consultar a los beneficiarios. Todos los que se encuentren en las circunstancias previstas pueden acogerse a ella.
La primera ilustra, sobre todo, la accesibilidad del perdón del reino de Dios. La reconciliación está hecha. Todo el que pase a la zona liberada recibe sin más la ciudadanía, y no hay muros que separen esa zona. Para entrar se requiere un documento, ahora al alcance de todos: el amor de ayuda al prójimo. Quien ha recibido el sello de Cristo, lleva además la fe.
La comparación con la vacuna muestra la legitimidad de una decisión benéfica, aunque sea unilateral. Apunta también el efecto médico de la reconciliación. Jesús mismo se llamó médico de los pecadores (Mt 9,12) y la tradición vio en Cristo al samaritano que venda la herida del mundo. El ha curado la parálisis del género humano, permitiéndole andar por el camino que lleva a la vida.
La amnistía es comparación empleada por san Pablo, que pone como condición la fe (Rom 1,17). Hay que completar su doctrina con la que expone Cristo en la descripción del juicio final (Mt 25,34-40): la ayuda sincera al prójimo, aun sin intención religiosa, abre también las puertas del reino. Esta comparación con la amnistía responde al mismo tiempo a una dificultad: ese acto unilateral de Dios, ¿no es un atentado a la libertad del hombre? Dar la vuelta a la llave de la prisión para abrirla no es atentar contra la libertad, es concederla; descargar al hombre del pecado es darle libertad de movimientos. La iniciativa divina no exime tampoco al hombre de ninguna responsabilidad, al contrario, al darle la salud, lo pone en condiciones de actuar por sí mismo.
Hay cierto paralelismo entre la redención y ciertos milagros evangélicos, como la resurrección de la hija de Jairo. Nadie podrá decir que Cristo limita la libertad de la niña al resucitarla; dándole la vida, le concede ser libre. El regalo de Dios no es humillante ni desconoce la dignidad del hombre; la abre un camino para que sea plenamente él mismo.
Otras comparaciones podrían aducirse para probar que la decisión unilateral de Dios no suprime la libertad, sino que la realza: el perdón de una deuda (Mt 18,23-35), la voluntad del testador (Gál 3,15-20) o la supresión de un impuesto por parte de un gobierno. Aunque independientes de la voluntad de los individuos, cada uno de estos actos otorga un beneficio que ensancha las posibilidades de acción.
Para el mundo entero.
La reconciliación efectuada por Cristo alcanza al mundo entero. Puede preguntarse cómo es esto posible y qué significa, siendo así que la inmensa mayoría de los hombres no tienen noticia del hecho.
Tres símiles usaremos para entenderlo. El primero, de sabor muy contemporáneo, es la concesión de nueva ciudadanía a los habitantes de un territorio conquistado. El estado a que se integra la región concede a todos los individuos de ella los derechos de ciudadano con un acto independiente de las voluntades individuales y que alcanza aun a los niños pequeños, incapaces de entender ni de asentir. Todos automáticamente participan de las ventajas de la nueva ciudadanía y tienen derecho a la protección de las nuevas autoridades.
La segunda comparación, la vacuna, pertenece también a nuestra cultura. En caso de epidemia se impone una vacunación obligatoria a todos los habitantes del país, aunque no comprendan el provecho de la profilaxis o no tengan siquiera uso de razón.
El tercer símil es la amnistía. La otorga un jefe de Estado sin consultar a los beneficiarios. Todos los que se encuentren en las circunstancias previstas pueden acogerse a ella.
La primera ilustra, sobre todo, la accesibilidad del perdón del reino de Dios. La reconciliación está hecha. Todo el que pase a la zona liberada recibe sin más la ciudadanía, y no hay muros que separen esa zona. Para entrar se requiere un documento, ahora al alcance de todos: el amor de ayuda al prójimo. Quien ha recibido el sello de Cristo, lleva además la fe.
La comparación con la vacuna muestra la legitimidad de una decisión benéfica, aunque sea unilateral. Apunta también el efecto médico de la reconciliación. Jesús mismo se llamó médico de los pecadores (Mt 9,12) y la tradición vio en Cristo al samaritano que venda la herida del mundo. El ha curado la parálisis del género humano, permitiéndole andar por el camino que lleva a la vida.
La amnistía es comparación empleada por san Pablo, que pone como condición la fe (Rom 1,17). Hay que completar su doctrina con la que expone Cristo en la descripción del juicio final (Mt 25,34-40): la ayuda sincera al prójimo, aun sin intención religiosa, abre también las puertas del reino. Esta comparación con la amnistía responde al mismo tiempo a una dificultad: ese acto unilateral de Dios, ¿no es un atentado a la libertad del hombre? Dar la vuelta a la llave de la prisión para abrirla no es atentar contra la libertad, es concederla; descargar al hombre del pecado es darle libertad de movimientos. La iniciativa divina no exime tampoco al hombre de ninguna responsabilidad, al contrario, al darle la salud, lo pone en condiciones de actuar por sí mismo.
Hay cierto paralelismo entre la redención y ciertos milagros evangélicos, como la resurrección de la hija de Jairo. Nadie podrá decir que Cristo limita la libertad de la niña al resucitarla; dándole la vida, le concede ser libre. El regalo de Dios no es humillante ni desconoce la dignidad del hombre; la abre un camino para que sea plenamente él mismo.
Otras comparaciones podrían aducirse para probar que la decisión unilateral de Dios no suprime la libertad, sino que la realza: el perdón de una deuda (Mt 18,23-35), la voluntad del testador (Gál 3,15-20) o la supresión de un impuesto por parte de un gobierno. Aunque independientes de la voluntad de los individuos, cada uno de estos actos otorga un beneficio que ensancha las posibilidades de acción.
CAP.I.I.4 Vivir en la verdad.
Cap.I.I.4
Vivir en la verdad.
Quienes renuncian a las tres ambiciones son hombre sinceros, alegres y libres, capaces de amar desinteresadamente y de promover la solidaridad humana, ayudando a los demás sin verse coartados a cada momento por miedos a dañar su posición o su fama.
Estos hombres están reconciliados con Dios, que es la verdad, y, siendo libres, están preparados para cooperar en su obra liberadora. La libertad produce alegría, y dejan en el mundo una estela de felicidad. A los ojos de los más son una paradoja; el hombre encandilado con los espejismos de la ambición no entiende de otra dicha y juzga infeliz al que no hambrea relumbrones; por eso queda desconcertado ante la risa del desprendido. San Pablo expresó esta antinomia: “Somos los moribundos que están bien vivos,… los afligidos siempre alegres,… los necesitados que todo lo poseen” (2 Cor 6,9-10).
Quien sigue a Cristo elige el árbol de la vida, que crece en el centro del jardín, entre las flores. Allí, en la paz, habita Dios con los hombres.
El que pertenece al mundo busca el árbol periférico, el de los afanes insaciables. En vez de mantenerse en su centro, se va a los arrabales del paraíso para comer promesas de divinidad: “Seréis como dioses”. Quiere probar una infinitud y lo más que encuentra es un precipicio; por eso colgó Dios el “peligro de muerte”. Quiere romper el límite y desgarra su piel, pensaba escalar el cielo y se encuentra en el charco. El escozor resentido no deja sitio para la amistad. Deseando lo perdido y lo no alcanzado, vive de insatisfacción, de añoranzas o utopías. Queda el apetito, pero no hay fruición. Quería ser dios, autónomo, y resulta un dios pequeño, triste y aislado, miembro de un concilio de diosecillos celosos. No hacía falta encaramarse para vivir feliz. Dios está cerca, sus pasos se oyen entre los árboles. El cartel prohibidor decía verdad, vivir de lo engañoso es muerte.
La ambición impide el trato sincero y leal; convierte a la vida social en un contacto opaco, sin efusión humana; cada uno representa su papel con cautela para no perder terreno. El cálculo lo domina todo; se intenta adivinar lo que almacena la trastienda del prójimo, tras el escaparate de la sonrisa convenida. La espontaneidad muere y se afirma el aislamiento. No existe verdad ni confianza; la meta es el éxito personal, cueste lo que cueste. Pero el precio es alto y la mercancía engañosa: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si malogra su vida?” (Mt 16,26).
De esta ciénaga libera Cristo, sacando hombres libres y auténticos, sinceros y dedicados. La cruz dio prueba de su sinceridad, de su amor desinteresado, de su libertad. Quien incorpora a su existencia el mensaje de Dios encarnado en Jesucristo sale del mundo embustero y vive en la verdad.
Vivir en la verdad.
Quienes renuncian a las tres ambiciones son hombre sinceros, alegres y libres, capaces de amar desinteresadamente y de promover la solidaridad humana, ayudando a los demás sin verse coartados a cada momento por miedos a dañar su posición o su fama.
Estos hombres están reconciliados con Dios, que es la verdad, y, siendo libres, están preparados para cooperar en su obra liberadora. La libertad produce alegría, y dejan en el mundo una estela de felicidad. A los ojos de los más son una paradoja; el hombre encandilado con los espejismos de la ambición no entiende de otra dicha y juzga infeliz al que no hambrea relumbrones; por eso queda desconcertado ante la risa del desprendido. San Pablo expresó esta antinomia: “Somos los moribundos que están bien vivos,… los afligidos siempre alegres,… los necesitados que todo lo poseen” (2 Cor 6,9-10).
Quien sigue a Cristo elige el árbol de la vida, que crece en el centro del jardín, entre las flores. Allí, en la paz, habita Dios con los hombres.
El que pertenece al mundo busca el árbol periférico, el de los afanes insaciables. En vez de mantenerse en su centro, se va a los arrabales del paraíso para comer promesas de divinidad: “Seréis como dioses”. Quiere probar una infinitud y lo más que encuentra es un precipicio; por eso colgó Dios el “peligro de muerte”. Quiere romper el límite y desgarra su piel, pensaba escalar el cielo y se encuentra en el charco. El escozor resentido no deja sitio para la amistad. Deseando lo perdido y lo no alcanzado, vive de insatisfacción, de añoranzas o utopías. Queda el apetito, pero no hay fruición. Quería ser dios, autónomo, y resulta un dios pequeño, triste y aislado, miembro de un concilio de diosecillos celosos. No hacía falta encaramarse para vivir feliz. Dios está cerca, sus pasos se oyen entre los árboles. El cartel prohibidor decía verdad, vivir de lo engañoso es muerte.
La ambición impide el trato sincero y leal; convierte a la vida social en un contacto opaco, sin efusión humana; cada uno representa su papel con cautela para no perder terreno. El cálculo lo domina todo; se intenta adivinar lo que almacena la trastienda del prójimo, tras el escaparate de la sonrisa convenida. La espontaneidad muere y se afirma el aislamiento. No existe verdad ni confianza; la meta es el éxito personal, cueste lo que cueste. Pero el precio es alto y la mercancía engañosa: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si malogra su vida?” (Mt 16,26).
De esta ciénaga libera Cristo, sacando hombres libres y auténticos, sinceros y dedicados. La cruz dio prueba de su sinceridad, de su amor desinteresado, de su libertad. Quien incorpora a su existencia el mensaje de Dios encarnado en Jesucristo sale del mundo embustero y vive en la verdad.
miércoles, 21 de octubre de 2009
CAP.I.I.4. El afán de dinero.
Cap.I.I.4
El afán de dinero.
Estocadas a traición y golpes bajos menudean sobre todo en la cuestión del dinero. La codicia es la ambición más común, pues la riqueza es el primer objetivo; no en balde es la peana del prestigio y del poder.
Respecto al dinero, no pide Cristo al rico un tanto por ciento para beneficencia ni deslinda lo necesario de lo excesivo; bajo todo nivel económico puede agazaparse la codicia. Reclama de todos, ricos y pobres, una distancia liberadora: por muy necesario que sea en la sociedad presente, el dinero no tiene derecho a acaparar la vida ni a exigir el homenaje: “No podéis estar al servicio de dos amos: no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24).
Durante su vida no aplicó Jesús a todos la misma norma. Unas veces invitaba a desprenderse de todo y darlo a los pobres, para seguirlo a él en su trabajo errante (Mt 19,21). A uno, en cambio, que deseaba seguirlo, lo mandó a su casa con su familia (Mc 5,19). El dinero es medio de sustento propio y de ayuda a los otros; pero si osara interponerse entre el hombre y su conciencia, el Señor no admite subterfugio, hay que servir a Dios y no al dinero. Este despego (Lc 14,33) es condición para todo discípulo, y el dilema turbó al joven rico cuando Jesús lo invitó a seguirlo. El muchacho, sinceramente religioso, reveló en aquel momento un apego a su fortuna que le impedía seguir el llamamiento: “poseía una gran fortuna” (Mt 19,22).
El dinero da una falsa seguridad, un sentido de autosuficiencia que hace olvidar al hombre su pobreza radical. Ahí está su peligro y por eso es tan difícil al rico entrar en el reino, que pertenece a “los que saben que son pobres” (Mt 5,3). Quien pone su confianza en dinero, posición o influencia tiende a absolutizarlos y prescinde de Dios. Aunque sus palabras sean cristianas, su capital no está en el cielo, y donde está el capital está el corazón (Mt 6,21). Muchos caudales puede invertir el hombre, pero el principal no es para bancos de este mundo: “Yo soy el Señor tu Dios… No tendrás otros dioses frente a mí” (Dt 5,6-7).
La codicia, el afán de tener más, es uno de los vicios que ha de extirpar el cristiano; san Pablo la estigmatiza de idolatría (Col 3,5). La codicia explota a los demás, tratando a las personas como a cosas, y es la raíz de la injusticia social, que cava zanjas tan profundas en la comunidad humana.
La generosidad es cristiana y aparece de diversas maneras en los escritos del Nuevo Testamento. En Jerusalén se puso en práctica la comunidad de bienes, de modo que nadie pasaba necesidad (Hch 2,45; 4,35). San Pablo organizó colectas en favor de ellos cuando pasaron por momentos difíciles; animando a contribuir, propone el criterio que guía de ordinario la asistencia al necesitado, fuera de casos excepcionalmente graves. Empieza su exhortación con un proverbio: “A siembra mezquina, cosecha mezquina; a siembra generosa, cosecha generosa”. Insiste en la espontaneidad de la oferta: “Cada uno dé lo que haya decidido en conciencia, no a disgusto ni por compromiso, que Dios se lo agradece al que da de buena gana” (2 Cor 9,6-7). En otro pasaje enuncia el principio: “No se trata de aliviar a otros pasando vosotros estrecheces, sino que, por exigencia de igualdad, en el momento actual vuestra abundancia remedie la falta que ellos tienen, para que un día la abundancia de ellos remedie vuestra falta y así haya igualdad” (2 Cor 8,13-14).
Les pide que ofrezcan lealmente lo superfluo al hermano indigente. No es lícito acumular dinero innecesario sabiendo que otros viven en la miseria. No nos toca dictaminar sobre los métodos eficaces de generosidad en la sociedad moderna, exponemos sólo el principio.
Significativa es la frase del Señor cuando reprueba el agobio por los bienes materiales: “¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido”? (Mt 6,25). Da pena ver cómo la gente desperdicia y amarga su vida por el afán de tener más, cuando encontrarían más felicidad si moderaran la ambición. No faltan movimientos contemporáneos que protestan precisamente contra el olvido de los fundamentales.
El afán de dinero.
Estocadas a traición y golpes bajos menudean sobre todo en la cuestión del dinero. La codicia es la ambición más común, pues la riqueza es el primer objetivo; no en balde es la peana del prestigio y del poder.
Respecto al dinero, no pide Cristo al rico un tanto por ciento para beneficencia ni deslinda lo necesario de lo excesivo; bajo todo nivel económico puede agazaparse la codicia. Reclama de todos, ricos y pobres, una distancia liberadora: por muy necesario que sea en la sociedad presente, el dinero no tiene derecho a acaparar la vida ni a exigir el homenaje: “No podéis estar al servicio de dos amos: no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24).
Durante su vida no aplicó Jesús a todos la misma norma. Unas veces invitaba a desprenderse de todo y darlo a los pobres, para seguirlo a él en su trabajo errante (Mt 19,21). A uno, en cambio, que deseaba seguirlo, lo mandó a su casa con su familia (Mc 5,19). El dinero es medio de sustento propio y de ayuda a los otros; pero si osara interponerse entre el hombre y su conciencia, el Señor no admite subterfugio, hay que servir a Dios y no al dinero. Este despego (Lc 14,33) es condición para todo discípulo, y el dilema turbó al joven rico cuando Jesús lo invitó a seguirlo. El muchacho, sinceramente religioso, reveló en aquel momento un apego a su fortuna que le impedía seguir el llamamiento: “poseía una gran fortuna” (Mt 19,22).
El dinero da una falsa seguridad, un sentido de autosuficiencia que hace olvidar al hombre su pobreza radical. Ahí está su peligro y por eso es tan difícil al rico entrar en el reino, que pertenece a “los que saben que son pobres” (Mt 5,3). Quien pone su confianza en dinero, posición o influencia tiende a absolutizarlos y prescinde de Dios. Aunque sus palabras sean cristianas, su capital no está en el cielo, y donde está el capital está el corazón (Mt 6,21). Muchos caudales puede invertir el hombre, pero el principal no es para bancos de este mundo: “Yo soy el Señor tu Dios… No tendrás otros dioses frente a mí” (Dt 5,6-7).
La codicia, el afán de tener más, es uno de los vicios que ha de extirpar el cristiano; san Pablo la estigmatiza de idolatría (Col 3,5). La codicia explota a los demás, tratando a las personas como a cosas, y es la raíz de la injusticia social, que cava zanjas tan profundas en la comunidad humana.
La generosidad es cristiana y aparece de diversas maneras en los escritos del Nuevo Testamento. En Jerusalén se puso en práctica la comunidad de bienes, de modo que nadie pasaba necesidad (Hch 2,45; 4,35). San Pablo organizó colectas en favor de ellos cuando pasaron por momentos difíciles; animando a contribuir, propone el criterio que guía de ordinario la asistencia al necesitado, fuera de casos excepcionalmente graves. Empieza su exhortación con un proverbio: “A siembra mezquina, cosecha mezquina; a siembra generosa, cosecha generosa”. Insiste en la espontaneidad de la oferta: “Cada uno dé lo que haya decidido en conciencia, no a disgusto ni por compromiso, que Dios se lo agradece al que da de buena gana” (2 Cor 9,6-7). En otro pasaje enuncia el principio: “No se trata de aliviar a otros pasando vosotros estrecheces, sino que, por exigencia de igualdad, en el momento actual vuestra abundancia remedie la falta que ellos tienen, para que un día la abundancia de ellos remedie vuestra falta y así haya igualdad” (2 Cor 8,13-14).
Les pide que ofrezcan lealmente lo superfluo al hermano indigente. No es lícito acumular dinero innecesario sabiendo que otros viven en la miseria. No nos toca dictaminar sobre los métodos eficaces de generosidad en la sociedad moderna, exponemos sólo el principio.
Significativa es la frase del Señor cuando reprueba el agobio por los bienes materiales: “¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido”? (Mt 6,25). Da pena ver cómo la gente desperdicia y amarga su vida por el afán de tener más, cuando encontrarían más felicidad si moderaran la ambición. No faltan movimientos contemporáneos que protestan precisamente contra el olvido de los fundamentales.
domingo, 18 de octubre de 2009
CAP.I.I.4 El ansia de honores.
Cap.I.I.4
El ansia de honores.
Cristo, de obra y de palabra (Jn 5,42), rechazó los honores humanos. Su actividad no miraba a su propia gloria, sino a la del Padre: él era enviado, representante y revelador del Padre en la tierra. Su desinterés por el propio prestigio le enajenó las simpatías de los fariseos; Cristo rehusaba entrar en el juego de ambiciones en que ellos vivían, y con su distancia lo condenaba: “No me aceptáis; a otro que venga en su propio nombre a ése sí lo aceptaréis” (Jn 5,43). Uno que buscase su propio prestigio sería bienvenido, pues aprobaría su conducta y se haría cómplice de su ambición. El mundo, esclavo de las dignidades, odia al que está libre porque desenmascara su vileza. Los fariseos sintiendo amenazado su mundillo y su posición social, rechazaron a Cristo. La estructura de honores creada y cuidadosamente mantenida por ellos les impedía creer, pues la fe la habría puesto en peligro: “Si vosotros os dedicáis al intercambio de honores y no buscáis el honor que viene del único Dios, ¿cómo va a ser posible que creáis?” (Jn 5,44).
Los pasajes del evangelio en que Cristo ridiculizaba la vanidad religiosa de los fariseos pueden hacer sonreír. Anunciaban sus limosnas a toque de trompeta, oraban de pie en las esquinas, se afeaban el rostro los días de ayuno. Cristo los califica de hipócritas (Mt 6,2.5.16), veamos de qué hipocresía se trata.
El Evangelio de Mateo conoce dos tipos de hipócritas: unos conscientes de su falsedad (Mt 15,8) y otros, que cabe llamar “hipócritas sinceros”, tan enzarzados en su propio juego de apariencias que habían perdido de vista las raíces viciadas de su proceder. A este tipo pertenecen los tres ejemplos mencionados antes. Sus prácticas religiosas no eran fingidas: daban limosna, rezaban y ayunaban de verdad. Pero el deseo de influencia y reverente popularidad falseaba radicalmente su postura. Mil razones piadosas encontraban sin duda para justificarla: edificar con el buen ejemplo, dar tono religioso a la sociedad, observar la ley, vencer el respeto humano. La maleza sofística les escondía el humus de su vanidad. Se requería una palabra profética para hendir la maraña y poner al descubierto la intención. Jesús la pronuncia y su advertencia vale para todos.
Es digna de nota la razón que da Cristo para prohibir a los suyos el uso de los títulos rabínicos: “rabbí” (maestro; literalmente, monseñor), “padre”, “guía o consejero”. Usar estos tratamientos como muestras de honor es una usurpación; para los cristianos el único maestro y guía es Cristo mismo; el único Padre es el Dios del cielo (Mt 23,8-10).
No faltaron veleidades de ambición entre los apóstoles, pensando en los honores del futuro reino. Una vez se atrevieron a proponer la cuestión a Jesús: “¿Quién es más grande en el reino de los cielos?”. El Señor cortó por lo sano: “Llamó a un niño, lo puso en medio y les dijo: “Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como los niños nunca entraréis en el reino de los cielos”. Preguntaban qué méritos acarrearían honores. Jesús descubre la ambición solapada y la rechaza de plano: “Si no cambiáis… no entraréis”. Luego explica que ser como los niños consiste en renunciar a la propia importancia, para estar disponible y acudir a la llamada. Disponibilidad, servicio de los demás es lo que hace importante en el reino de los cielos (Mt 18,1-4).
Los títulos de estima o reverencia acaban siendo emblema de poder; lo que era en un tiempo apelativo espontáneo termina por imponerse y exigirse. Cristo condena esos títulos y no usa los suyos: nunca se llama Hijo de Dios, ni hijo de David, ni siquiera Mesías, sino sencillamente “el Hombre”, “este Hombre”, alusión velada a la profecía de Daniel (Dn 7,13), pero que no lo erigía por encima de los demás.
El colofón al párrafo sobre los títulos resume su doctrina y amonesta al ambicioso con la perspectiva del juicio: “Al que se eleva lo abajarán, y al que se abaja lo elevarán” (Mt 23,12). El metro de Cristo está graduado en unidades de servicio y dedicación. El don de Dios no justifica preeminencias, quien lo posee ha de esmerarse en ser hermano, no señor. Si los cristianos no han aprendido esta lección, no habrá sido por falta de maestro.
Ya se entiende que el Señor no busca ni propugna el deshonor ni la mala fama: él mismo recomienda el buen ejemplo (Mt 5,16). Pero condena que la fama se convierta en ídolo y que la persuasión de la propia importancia exima de servir al prójimo. El ansia de prestigio contamina la atmósfera con adulaciones y bajezas, lleva a vivir de apariencias, supeditando a ellas la verdad y la lealtad con los demás. Esta mentira social que divide a los hombres es contraria al evangelio. La honradez personal expone a críticas y calumnias, como sucedió a Jesús. No se debe abdicar por temor a ellas, hay que atreverse a ser uno mismo “a través de honra y afrenta, de mala y buena fama” (2 Cor 6,8).
El ansia de honores.
Cristo, de obra y de palabra (Jn 5,42), rechazó los honores humanos. Su actividad no miraba a su propia gloria, sino a la del Padre: él era enviado, representante y revelador del Padre en la tierra. Su desinterés por el propio prestigio le enajenó las simpatías de los fariseos; Cristo rehusaba entrar en el juego de ambiciones en que ellos vivían, y con su distancia lo condenaba: “No me aceptáis; a otro que venga en su propio nombre a ése sí lo aceptaréis” (Jn 5,43). Uno que buscase su propio prestigio sería bienvenido, pues aprobaría su conducta y se haría cómplice de su ambición. El mundo, esclavo de las dignidades, odia al que está libre porque desenmascara su vileza. Los fariseos sintiendo amenazado su mundillo y su posición social, rechazaron a Cristo. La estructura de honores creada y cuidadosamente mantenida por ellos les impedía creer, pues la fe la habría puesto en peligro: “Si vosotros os dedicáis al intercambio de honores y no buscáis el honor que viene del único Dios, ¿cómo va a ser posible que creáis?” (Jn 5,44).
Los pasajes del evangelio en que Cristo ridiculizaba la vanidad religiosa de los fariseos pueden hacer sonreír. Anunciaban sus limosnas a toque de trompeta, oraban de pie en las esquinas, se afeaban el rostro los días de ayuno. Cristo los califica de hipócritas (Mt 6,2.5.16), veamos de qué hipocresía se trata.
El Evangelio de Mateo conoce dos tipos de hipócritas: unos conscientes de su falsedad (Mt 15,8) y otros, que cabe llamar “hipócritas sinceros”, tan enzarzados en su propio juego de apariencias que habían perdido de vista las raíces viciadas de su proceder. A este tipo pertenecen los tres ejemplos mencionados antes. Sus prácticas religiosas no eran fingidas: daban limosna, rezaban y ayunaban de verdad. Pero el deseo de influencia y reverente popularidad falseaba radicalmente su postura. Mil razones piadosas encontraban sin duda para justificarla: edificar con el buen ejemplo, dar tono religioso a la sociedad, observar la ley, vencer el respeto humano. La maleza sofística les escondía el humus de su vanidad. Se requería una palabra profética para hendir la maraña y poner al descubierto la intención. Jesús la pronuncia y su advertencia vale para todos.
Es digna de nota la razón que da Cristo para prohibir a los suyos el uso de los títulos rabínicos: “rabbí” (maestro; literalmente, monseñor), “padre”, “guía o consejero”. Usar estos tratamientos como muestras de honor es una usurpación; para los cristianos el único maestro y guía es Cristo mismo; el único Padre es el Dios del cielo (Mt 23,8-10).
No faltaron veleidades de ambición entre los apóstoles, pensando en los honores del futuro reino. Una vez se atrevieron a proponer la cuestión a Jesús: “¿Quién es más grande en el reino de los cielos?”. El Señor cortó por lo sano: “Llamó a un niño, lo puso en medio y les dijo: “Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como los niños nunca entraréis en el reino de los cielos”. Preguntaban qué méritos acarrearían honores. Jesús descubre la ambición solapada y la rechaza de plano: “Si no cambiáis… no entraréis”. Luego explica que ser como los niños consiste en renunciar a la propia importancia, para estar disponible y acudir a la llamada. Disponibilidad, servicio de los demás es lo que hace importante en el reino de los cielos (Mt 18,1-4).
Los títulos de estima o reverencia acaban siendo emblema de poder; lo que era en un tiempo apelativo espontáneo termina por imponerse y exigirse. Cristo condena esos títulos y no usa los suyos: nunca se llama Hijo de Dios, ni hijo de David, ni siquiera Mesías, sino sencillamente “el Hombre”, “este Hombre”, alusión velada a la profecía de Daniel (Dn 7,13), pero que no lo erigía por encima de los demás.
El colofón al párrafo sobre los títulos resume su doctrina y amonesta al ambicioso con la perspectiva del juicio: “Al que se eleva lo abajarán, y al que se abaja lo elevarán” (Mt 23,12). El metro de Cristo está graduado en unidades de servicio y dedicación. El don de Dios no justifica preeminencias, quien lo posee ha de esmerarse en ser hermano, no señor. Si los cristianos no han aprendido esta lección, no habrá sido por falta de maestro.
Ya se entiende que el Señor no busca ni propugna el deshonor ni la mala fama: él mismo recomienda el buen ejemplo (Mt 5,16). Pero condena que la fama se convierta en ídolo y que la persuasión de la propia importancia exima de servir al prójimo. El ansia de prestigio contamina la atmósfera con adulaciones y bajezas, lleva a vivir de apariencias, supeditando a ellas la verdad y la lealtad con los demás. Esta mentira social que divide a los hombres es contraria al evangelio. La honradez personal expone a críticas y calumnias, como sucedió a Jesús. No se debe abdicar por temor a ellas, hay que atreverse a ser uno mismo “a través de honra y afrenta, de mala y buena fama” (2 Cor 6,8).
CAP.I.I.4 La sed de poder-
Cap.I.I.4
La sed de poder.
Innumerables son los pasajes del evangelio donde Cristo combate la sed de poder; él mismo se pone como ejemplo: “No he venido a que me sirvan, sino a servir” (Mt 20,28). En la última cena, para inculcar a los discípulos la actitud cristiana les lava los pies como un criado, intimándoles su voluntad de que se porten así entre ellos, pues “el criado no es más que el amo, ni el enviado más que el que lo envía” (Jn 13,15-16).
Los evangelios sinópticos repiten sin cansarse las frases de Cristo que condenan toda pretensión de poder. Vale la pena citar un pasaje entero: “Los reyes de las naciones las dominan y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. Pero vosotros, nada de eso; al contrario, el más grande entre vosotros iguálese al más joven y el que dirige al que sirve. Vamos a ver, ¿quién es más grande, el que está a la mesa, ¿verdad? Pues yo estoy entre vosotros como quien sirve” (Lc 22,25-27).
Puede compararse Mt 20,25-28; 23,8-12; Mc 9,35-48; 10,42-45. Los evangelistas aprendieron bien la lección y pusieron todo interés en trasmitirla.
Los apóstoles siguieron y recomendaron esta enseñanza. Cuando los corintios quisieron constituir a Apolo y a Pablo en jefes de partido, la reacción de Pablo es violenta: “En fin de cuentas, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Auxiliares (lit. servidores) que os llevaron a la fe, cada uno con lo que le dio el Señor” (1 Cor 3,5).
Y en la segunda carta recuerda a los corintios que él no se predica a sí mismo, predica que el Señor es Cristo y él servidor de la comunidad (2 Cor 4,5).
La primera carta de Pedro refleja los textos de Mateo y Marcos, refiriéndose concretamente a los presbíteros de la Iglesia. Les recuerda que los fieles son rebaño de Dios: les recomienda que no ejerzan su cargo con desgana ni por afán de lucro, sino con gusto y entusiasmo. Y finalmente les enseña que su misión no consiste en tiranizar a las comunidades, sino en ser su modelo (1 Pe 5,2).
Cristo no excluye solamente la opresión entre los cristianos (Mt 20,25; Mc 10,42); prohíbe además toda manera de gobierno que se asemeje al poder civil y ridiculiza la adulación que exigen los poderosos (Lc 22,25). Su veto es tajante: “Vosotros, nada de eso” (ibid.26). En otros pasajes afirma la igualdad entre cristianos: “Vosotros sois todos hermanos” (Mt 23,8) y explicita sin equívoco posible que ninguna función eclesiástica puede ser pedestal de una superioridad; al contrario, el que ocupa un cargo ha de poner empeño en subrayar la igualdad: “El más grande sea servidor, el primero esclavo” (Mt 23,11; 20,27); Mc 10,44); “el más grande iguálese al más joven, el que dirige, al que sirve” (Lc 22,26).
Siguiendo esta enseñanza, recusó san Pedro el homenaje del capitán Cornelio: “Cuando iba a entrar Pedro, Cornelio salió a su encuentro y se echó a sus pies, pero Pedro lo alzó diciendo: “Levántate; que soy un hombre como tú” (Hch 10,26).
La sed de poder.
Innumerables son los pasajes del evangelio donde Cristo combate la sed de poder; él mismo se pone como ejemplo: “No he venido a que me sirvan, sino a servir” (Mt 20,28). En la última cena, para inculcar a los discípulos la actitud cristiana les lava los pies como un criado, intimándoles su voluntad de que se porten así entre ellos, pues “el criado no es más que el amo, ni el enviado más que el que lo envía” (Jn 13,15-16).
Los evangelios sinópticos repiten sin cansarse las frases de Cristo que condenan toda pretensión de poder. Vale la pena citar un pasaje entero: “Los reyes de las naciones las dominan y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. Pero vosotros, nada de eso; al contrario, el más grande entre vosotros iguálese al más joven y el que dirige al que sirve. Vamos a ver, ¿quién es más grande, el que está a la mesa, ¿verdad? Pues yo estoy entre vosotros como quien sirve” (Lc 22,25-27).
Puede compararse Mt 20,25-28; 23,8-12; Mc 9,35-48; 10,42-45. Los evangelistas aprendieron bien la lección y pusieron todo interés en trasmitirla.
Los apóstoles siguieron y recomendaron esta enseñanza. Cuando los corintios quisieron constituir a Apolo y a Pablo en jefes de partido, la reacción de Pablo es violenta: “En fin de cuentas, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Auxiliares (lit. servidores) que os llevaron a la fe, cada uno con lo que le dio el Señor” (1 Cor 3,5).
Y en la segunda carta recuerda a los corintios que él no se predica a sí mismo, predica que el Señor es Cristo y él servidor de la comunidad (2 Cor 4,5).
La primera carta de Pedro refleja los textos de Mateo y Marcos, refiriéndose concretamente a los presbíteros de la Iglesia. Les recuerda que los fieles son rebaño de Dios: les recomienda que no ejerzan su cargo con desgana ni por afán de lucro, sino con gusto y entusiasmo. Y finalmente les enseña que su misión no consiste en tiranizar a las comunidades, sino en ser su modelo (1 Pe 5,2).
Cristo no excluye solamente la opresión entre los cristianos (Mt 20,25; Mc 10,42); prohíbe además toda manera de gobierno que se asemeje al poder civil y ridiculiza la adulación que exigen los poderosos (Lc 22,25). Su veto es tajante: “Vosotros, nada de eso” (ibid.26). En otros pasajes afirma la igualdad entre cristianos: “Vosotros sois todos hermanos” (Mt 23,8) y explicita sin equívoco posible que ninguna función eclesiástica puede ser pedestal de una superioridad; al contrario, el que ocupa un cargo ha de poner empeño en subrayar la igualdad: “El más grande sea servidor, el primero esclavo” (Mt 23,11; 20,27); Mc 10,44); “el más grande iguálese al más joven, el que dirige, al que sirve” (Lc 22,26).
Siguiendo esta enseñanza, recusó san Pedro el homenaje del capitán Cornelio: “Cuando iba a entrar Pedro, Cornelio salió a su encuentro y se echó a sus pies, pero Pedro lo alzó diciendo: “Levántate; que soy un hombre como tú” (Hch 10,26).
CAP.I.I.4 La triple ambición.
CAP I.I.4
La triple ambición.
El ideal del mundo, su ídolo, es la triple ambición: dinero, honor, poder. Eso estima y a eso aspira. La cima de las tres es el poder. Ellas corrompen la sociedad, suscitando rivalidad y división. Nacen del egoísmo y persiguen el éxito personal; el prójimo no interesa, es más, puede ser estorbo para la consecución de los propios objetivos. En mayor o menor escala, cada ambición supura enemistad, recelo y envidia, que se traducen en zancadillas, intrigas o calumnias, bajeza y adulación.
En una sociedad que canoniza las tres ambiciones, la unión es imposible. Por eso Cristo no pertenece al mundo; él no acepta tales valores ni tal modo de ser. Lo muestra con su vida; al afán y la seguridad del dinero opone la vida pobre y errante; contra el ansia de prestigio y honores, no le importa arriesgar su reputación y deja que lo llamen “comilón y borracho, amigo de recaudadores y descreídos” (Mt 11,19), “endemoniado y loco” (Jn 10,20); frente a la sed de poder, rechaza las tentativas de hacerlo rey (Jn 6,15), silencia su título de Mesías (Mc 8,29-30) y rehúsa dar las señales que les habrían ganado el reconocimiento oficial (Mt 16,1-4).
Para que sus discípulos fueran en el mundo ejemplo y semilla de unidad tenía que sacarlos del mundo, desarraigando de ellos las tres ambiciones fundamentales: “Yo les he transmitido el mensaje que tú me diste y ellos lo han aceptado” (Jn 17,8). Aceptar el mensaje de Dios significa atraerse la enemiga del mundo: “Yo les he transmitido tu palabra y el mundo los odia porque no le pertenecen, como tampoco yo” (Jn 17,14). La pertenencia o no pertenencia al mundo no depende del estado de vida ni de la ostentación de una doctrina, se miden por el engrane de la ambición en la conducta. Quien suelta el pedal, sea quien sea, pertenece al mundo y no es de Cristo.
La triple ambición.
El ideal del mundo, su ídolo, es la triple ambición: dinero, honor, poder. Eso estima y a eso aspira. La cima de las tres es el poder. Ellas corrompen la sociedad, suscitando rivalidad y división. Nacen del egoísmo y persiguen el éxito personal; el prójimo no interesa, es más, puede ser estorbo para la consecución de los propios objetivos. En mayor o menor escala, cada ambición supura enemistad, recelo y envidia, que se traducen en zancadillas, intrigas o calumnias, bajeza y adulación.
En una sociedad que canoniza las tres ambiciones, la unión es imposible. Por eso Cristo no pertenece al mundo; él no acepta tales valores ni tal modo de ser. Lo muestra con su vida; al afán y la seguridad del dinero opone la vida pobre y errante; contra el ansia de prestigio y honores, no le importa arriesgar su reputación y deja que lo llamen “comilón y borracho, amigo de recaudadores y descreídos” (Mt 11,19), “endemoniado y loco” (Jn 10,20); frente a la sed de poder, rechaza las tentativas de hacerlo rey (Jn 6,15), silencia su título de Mesías (Mc 8,29-30) y rehúsa dar las señales que les habrían ganado el reconocimiento oficial (Mt 16,1-4).
Para que sus discípulos fueran en el mundo ejemplo y semilla de unidad tenía que sacarlos del mundo, desarraigando de ellos las tres ambiciones fundamentales: “Yo les he transmitido el mensaje que tú me diste y ellos lo han aceptado” (Jn 17,8). Aceptar el mensaje de Dios significa atraerse la enemiga del mundo: “Yo les he transmitido tu palabra y el mundo los odia porque no le pertenecen, como tampoco yo” (Jn 17,14). La pertenencia o no pertenencia al mundo no depende del estado de vida ni de la ostentación de una doctrina, se miden por el engrane de la ambición en la conducta. Quien suelta el pedal, sea quien sea, pertenece al mundo y no es de Cristo.
CAP.I.I.4. El mundo.
Cap.I.I.4
El mundo.
Dios amó al mundo, pero el mundo no se lo agradece; es más, no puede tolerar ese amor y mata al Hijo único. Cristo ofrece su vida para salvarlo y envía emisarios para continuar su obra. El amor de Dios no ceja; pero el mundo tampoco, sigue rechazando y persiguiendo.
¿Quién es ese mundo? Se nos dice que Dios lo ama (Jn 3,16), pero Cristo no pertenece a él ni ora por él (Jn 17,9). Dios lo creó muy bueno, pero está todo él en poder del Malo (1 Jn 2,15) y necesitan en él la protección del Padre (Jn 17,11).
Si es objeto de amor y de reprobación al mismo tiempo, el mundo ha de tener dos aspectos. Designa en primer lugar a la raza humana, y Dios ama al hombre que hizo a su imagen. Pero al mismo tiempo denota la trama social, no entretejida para la solidaridad, sino anudada con la injusticia.
El mundo significa, por tanto, la humanidad con toda su estructura impregnada de mal, la raza humana ciega, en lucha, desorientada y sin salida. Dios ama a los hombres y quiere sacarlos de esa fosa. Imitando a Dios, el cristiano ha de amarlos también, pero ha de odiar el mal que envenena la relación humana a todos sus niveles.
El mundo.
Dios amó al mundo, pero el mundo no se lo agradece; es más, no puede tolerar ese amor y mata al Hijo único. Cristo ofrece su vida para salvarlo y envía emisarios para continuar su obra. El amor de Dios no ceja; pero el mundo tampoco, sigue rechazando y persiguiendo.
¿Quién es ese mundo? Se nos dice que Dios lo ama (Jn 3,16), pero Cristo no pertenece a él ni ora por él (Jn 17,9). Dios lo creó muy bueno, pero está todo él en poder del Malo (1 Jn 2,15) y necesitan en él la protección del Padre (Jn 17,11).
Si es objeto de amor y de reprobación al mismo tiempo, el mundo ha de tener dos aspectos. Designa en primer lugar a la raza humana, y Dios ama al hombre que hizo a su imagen. Pero al mismo tiempo denota la trama social, no entretejida para la solidaridad, sino anudada con la injusticia.
El mundo significa, por tanto, la humanidad con toda su estructura impregnada de mal, la raza humana ciega, en lucha, desorientada y sin salida. Dios ama a los hombres y quiere sacarlos de esa fosa. Imitando a Dios, el cristiano ha de amarlos también, pero ha de odiar el mal que envenena la relación humana a todos sus niveles.
lunes, 12 de octubre de 2009
CAP.I.I.4 La liberación: paz entre los hombres.
Cap.I.I.4
La liberación: Paz entre los hombres.
El pecado del hombre consistía precisamente en la corrupción de la sociedad humana, dividida por el odio, la explotación y la mentira. Condición para reconciliarse con Dios es la hermandad entre los hombres; de lo contrario, el pecado persevera. Por eso la cruz de Cristo empieza a derribar barreras entre pueblos:
“Porque él es nuestra paz, él, que de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera divisoria, la hostilidad, aboliendo en su carne la Ley de los minuciosos preceptos; de este modo, con los dos creó en sí mismo una humanidad nueva, estableciendo la paz y, a ambos, hechos un solo cuerpo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad” (Ef 2,14-16).
La hostilidad, pecado del mundo, se opone a la hermandad, propósito del Padre. Sólo cuando la hostilidad desaparece queda el hombre reconciliado con Dios. El ejemplo de Cristo y el don del Espíritu, que infunde su amor en los hombres, harán posible la humanidad nueva.
Hay que analizar la paz iniciada por Cristo. La enemiga entre judíos y paganos no se limitaba al terreno religioso, era al mismo tiempo racial, cultural y política. Es conocido el desprecio mutuo de los pueblos en la antigüedad, y también en nuestros días, por desgracia. Cada uno blasonaba de sus orígenes y consideraba inferiores a los demás. La discrepancia cultural estaba engastada en la misma ley de Moisés, muchos de cuyos preceptos eran tabúes alimenticios, impedimentos matrimoniales o prácticas higiénicas, no estrictamente religiosos. En lo político, el antagonismo era debido a la dominación romana en Palestina, humillación suprema del pueblo elegido, que provocaba periódicamente estallidos de rebeldía. Las represalias culminaron en la destrucción de Jerusalén.
En su condición pecadora, el hombre arrastraba el fardo del pasado. Cristo en la cruz, obteniendo el perdón, le desata ese lastre para que comience a vivir. A la antigua condición sucede el hombre nuevo, libre de los odios ancestrales, abierto a la solidaridad, por encima de raza, condición social, cultura y nación. Ninguna diferencia constituye privilegio: “Porque todos, al ser bautizados para vincularos a Cristo, os vestisteis de Cristo. Se acabó judío y griego, siervo y libre, varón y hembra, dado que vosotros hacéis todos uno con Cristo Jesús” (Gál 3,27).
Por ser incorporación a Cristo, el bautismo es sacramento de solidaridad humana; para el que lo recibe, ninguna distinción entre hombres podrá ser impedimento a la hermandad.
La liberación: Paz entre los hombres.
El pecado del hombre consistía precisamente en la corrupción de la sociedad humana, dividida por el odio, la explotación y la mentira. Condición para reconciliarse con Dios es la hermandad entre los hombres; de lo contrario, el pecado persevera. Por eso la cruz de Cristo empieza a derribar barreras entre pueblos:
“Porque él es nuestra paz, él, que de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera divisoria, la hostilidad, aboliendo en su carne la Ley de los minuciosos preceptos; de este modo, con los dos creó en sí mismo una humanidad nueva, estableciendo la paz y, a ambos, hechos un solo cuerpo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad” (Ef 2,14-16).
La hostilidad, pecado del mundo, se opone a la hermandad, propósito del Padre. Sólo cuando la hostilidad desaparece queda el hombre reconciliado con Dios. El ejemplo de Cristo y el don del Espíritu, que infunde su amor en los hombres, harán posible la humanidad nueva.
Hay que analizar la paz iniciada por Cristo. La enemiga entre judíos y paganos no se limitaba al terreno religioso, era al mismo tiempo racial, cultural y política. Es conocido el desprecio mutuo de los pueblos en la antigüedad, y también en nuestros días, por desgracia. Cada uno blasonaba de sus orígenes y consideraba inferiores a los demás. La discrepancia cultural estaba engastada en la misma ley de Moisés, muchos de cuyos preceptos eran tabúes alimenticios, impedimentos matrimoniales o prácticas higiénicas, no estrictamente religiosos. En lo político, el antagonismo era debido a la dominación romana en Palestina, humillación suprema del pueblo elegido, que provocaba periódicamente estallidos de rebeldía. Las represalias culminaron en la destrucción de Jerusalén.
En su condición pecadora, el hombre arrastraba el fardo del pasado. Cristo en la cruz, obteniendo el perdón, le desata ese lastre para que comience a vivir. A la antigua condición sucede el hombre nuevo, libre de los odios ancestrales, abierto a la solidaridad, por encima de raza, condición social, cultura y nación. Ninguna diferencia constituye privilegio: “Porque todos, al ser bautizados para vincularos a Cristo, os vestisteis de Cristo. Se acabó judío y griego, siervo y libre, varón y hembra, dado que vosotros hacéis todos uno con Cristo Jesús” (Gál 3,27).
Por ser incorporación a Cristo, el bautismo es sacramento de solidaridad humana; para el que lo recibe, ninguna distinción entre hombres podrá ser impedimento a la hermandad.
miércoles, 7 de octubre de 2009
CAP.I.I.3 Amor de DIos al Hombre.
Cap.I.I.3
Amor de Dios al hombre.
La iniciativa de Dios brota de su amor inalterable al hombre su criatura: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo” (Jn 3,16). Para san Pablo incluso el extravío de la humanidad entera era designio del amor de Dios: “Todos pecaron y están privados de la presencia de Dios; pero graciosamente van siendo rehabilitados por la generosidad de Dios, mediante la liberación efectuada en Cristo Jesús” (Rom 3,23-24); “Dios encerró a todos en la rebeldía, para tener misericordia de todos” (Rom 11,32).
Se puede formular esta realidad en otros términos: Dios es leal al hombre, aunque el hombre sea desleal con él (Rom 3,7). Aun cuando el hombre se empeñe en destruirse, creando una sociedad de odio y explotación, Dios no ceja; es más fiel al hombre que el hombre mismo. Quiere sacarlo de la zona maldita en que vive, para salvarlo de la ruina. Esta acción divina a favor del mundo se expresa en el Nuevo Testamento de varias maneras; una de ellas, que alude a la relación Padre-hijo, es la de “reconciliación”.
La reconciliación del hombre es un acto de Dios, obra de su amor, que quiere llevar al mundo de la muerte a la vida. Para realizarla, necesita cambiar no sólo el estado legal del hombre, sino su mismo ser; crear un “hombre nuevo” a imagen suya (Col 3,10), libre del egoísmo y de las consecuencias del pecado.
Con este fin envía Dios a su Hijo al mundo; la reconciliación será obra de la sangre de Cristo. No hay que interpretar esta expresión como si Dios, antes airado, se hubiera aplacado con esta sangre; sería una concepción mitológica y falsa. Dios no necesitaba aplacarse, siempre había amado al mundo que creó. La sangre de Cristo, o sea, el sacrificio de Cristo, es la libre ofrenda de su vida por amor a los hombres. Él nos amó y se entregó por nosotros (Gál 2,20), y el amor de Cristo manifiesta el amor de Dios (Rom 5,8).
En Cristo quiso Dios cambiar al hombre para reconciliarse la raza humana. Aunque exento de pecado, el hombre Jesús llevaba en su ser la debilidad (2 Cor 13,4), la sujeción al dolor y la muerte propias de la naturaleza pecadora. Como todo hombre, era “carne y hueso” que no podía heredar el reino de Dios; lo corruptible no puede heredar la incorrupción. (1 Cor 15,10).
Para transformar esa naturaleza, Dios no utiliza medios ajenos a la condición del hombre; no propone rodeos ni evasiones que ignoren su tragedia. Había que dar sentido al absurdo del dolor y la muerte, haciéndolos instrumento de salvación y de gloria. Por eso Cristo tenía que sufrir y morir, como todo hombre; permanecer en la muerte; tenía que morir de tal manera que la muerte quedara vencida (Heb 2,18), acabando con el terror que tenía al hombre esclavo (Heb 2,15).
La Carta a los Hebreos propone esta teología de la muerte de Cristo: “Convenía que Dios, fin del universo y creador de todo, proponiéndose conducir muchos hijos a la gloria, al pionero de su salvación lo consumara por el sufrimiento” (2,10).
En Cristo, llevado a la perfección por su prueba extrema, el hombre pasa de débil a fuerte, de mísero a glorioso, de mortal a inmortal; empieza el mundo nuevo, definitivo: “Ahora, es verdad, no vemos todavía el universo entero sometido al hombre; pero vemos ya al que Dios hizo un poco inferior a los ángeles, a Jesús, que, por haber sufrido la muerte, está coronado de gloria y dignidad; así por la gracia de Dios, la muerte que él experimentó redunda en favor de todos” (Heb 2,8-9).
La muerte de Cristo es la revelación del amor de Dios al hombre, amor infinito y sin condiciones, independiente de la bondad o maldad humana: “Cristo murió por nosotros cuando éramos aún pecadores, así demuestra Dios el amor que nos tiene” (Rom 5,8).
Es, al mismo tiempo, la respuesta de un hombre a ese amor de Dios que se revela. La respuesta consiste en la entrega total, sin reservas, que se expresa con los términos “obediencia” o “perfección”. La naturaleza humana, viciada por la rebeldía, queda enderezada por la obediencia incondicional de Cristo, que la cambia casi diríamos antológicamente. Amor incondicional de Dios, entrega incondicional del hombre: la reconciliación es un hecho. Cristo muere por amor al Padre y a los hombres. En su humanidad no queda brizna de egoísmo, la ha desintoxicado de todo el veneno. Ha vencido al pecado.
La antigua solidaridad con Adán contagiaba la muerte; la solidaridad con el nuevo Adán infunde la vida; “Si por el delito de aquél solo, la muerte inauguró su reinado, mucho más los que reciben esa sobra de gracia y de perdón gratuito, viviendo reinarán por obra de unos solo, Jesucristo” (Rom 5,17).
Cristo Jesús es el Hombre, representante de la humanidad entera; él ha verificado en sí el ideal humano, la imagen de Dios (Col 1,15) que es amor. El es el Hijo respecto a Dios, el hermano y amigo con relación a los hombres: “no se avergüenza de llamarnos hermanos” (Heb 2,11), “ni hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).
La reconciliación lleva consigo el perdón de todo pecado: “Por medio del evangelio se está revelando la amnistía que Dios concede, única y exclusivamente por la fe” (Rom 1,17), que es la respuesta al amor de Dios manifestado en Jesucristo. “Estamos en paz con Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Rom 5,1) y, en consecuencia, “no hay motivo de condenación para los que están unidos a Cristo Jesús” (Rom 8,1).
Tan grande es el amor de Dios al hombre que su generosidad no escatimó a su propio Hijo (Rom 8,32); por el mundo, Jesucristo dio su vida en la cruz. El hombre reconciliado ya no vive para sí, sino para Cristo (2 Cor 5,15) y al no estar centrado en sí mismo, extirpa la raíz del pecado. Se lo permite el nuevo impulso del Espíritu, don que Dios derrama en lo íntimo; gracias a él puede amar a los demás con el amor que Dios le comunica (Rom 5,5). El amor reemplaza el egoísmo y orienta al hombre en dirección a la vida.
Hay que creer seriamente en el amor de Dios. Tal seguridad daba a san Pablo, que podía preguntarse jugando con las paradojas: “¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús, el que murió o, mejor dicho, resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede en favor nuestro. ¿Quién podrá separarnos de ese amor de Cristo? (Rom 8,33-35).
El hombre no tiene enemigos en el cielo, tiene un Padre y un Hermano.
Amor de Dios al hombre.
La iniciativa de Dios brota de su amor inalterable al hombre su criatura: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo” (Jn 3,16). Para san Pablo incluso el extravío de la humanidad entera era designio del amor de Dios: “Todos pecaron y están privados de la presencia de Dios; pero graciosamente van siendo rehabilitados por la generosidad de Dios, mediante la liberación efectuada en Cristo Jesús” (Rom 3,23-24); “Dios encerró a todos en la rebeldía, para tener misericordia de todos” (Rom 11,32).
Se puede formular esta realidad en otros términos: Dios es leal al hombre, aunque el hombre sea desleal con él (Rom 3,7). Aun cuando el hombre se empeñe en destruirse, creando una sociedad de odio y explotación, Dios no ceja; es más fiel al hombre que el hombre mismo. Quiere sacarlo de la zona maldita en que vive, para salvarlo de la ruina. Esta acción divina a favor del mundo se expresa en el Nuevo Testamento de varias maneras; una de ellas, que alude a la relación Padre-hijo, es la de “reconciliación”.
La reconciliación del hombre es un acto de Dios, obra de su amor, que quiere llevar al mundo de la muerte a la vida. Para realizarla, necesita cambiar no sólo el estado legal del hombre, sino su mismo ser; crear un “hombre nuevo” a imagen suya (Col 3,10), libre del egoísmo y de las consecuencias del pecado.
Con este fin envía Dios a su Hijo al mundo; la reconciliación será obra de la sangre de Cristo. No hay que interpretar esta expresión como si Dios, antes airado, se hubiera aplacado con esta sangre; sería una concepción mitológica y falsa. Dios no necesitaba aplacarse, siempre había amado al mundo que creó. La sangre de Cristo, o sea, el sacrificio de Cristo, es la libre ofrenda de su vida por amor a los hombres. Él nos amó y se entregó por nosotros (Gál 2,20), y el amor de Cristo manifiesta el amor de Dios (Rom 5,8).
En Cristo quiso Dios cambiar al hombre para reconciliarse la raza humana. Aunque exento de pecado, el hombre Jesús llevaba en su ser la debilidad (2 Cor 13,4), la sujeción al dolor y la muerte propias de la naturaleza pecadora. Como todo hombre, era “carne y hueso” que no podía heredar el reino de Dios; lo corruptible no puede heredar la incorrupción. (1 Cor 15,10).
Para transformar esa naturaleza, Dios no utiliza medios ajenos a la condición del hombre; no propone rodeos ni evasiones que ignoren su tragedia. Había que dar sentido al absurdo del dolor y la muerte, haciéndolos instrumento de salvación y de gloria. Por eso Cristo tenía que sufrir y morir, como todo hombre; permanecer en la muerte; tenía que morir de tal manera que la muerte quedara vencida (Heb 2,18), acabando con el terror que tenía al hombre esclavo (Heb 2,15).
La Carta a los Hebreos propone esta teología de la muerte de Cristo: “Convenía que Dios, fin del universo y creador de todo, proponiéndose conducir muchos hijos a la gloria, al pionero de su salvación lo consumara por el sufrimiento” (2,10).
En Cristo, llevado a la perfección por su prueba extrema, el hombre pasa de débil a fuerte, de mísero a glorioso, de mortal a inmortal; empieza el mundo nuevo, definitivo: “Ahora, es verdad, no vemos todavía el universo entero sometido al hombre; pero vemos ya al que Dios hizo un poco inferior a los ángeles, a Jesús, que, por haber sufrido la muerte, está coronado de gloria y dignidad; así por la gracia de Dios, la muerte que él experimentó redunda en favor de todos” (Heb 2,8-9).
La muerte de Cristo es la revelación del amor de Dios al hombre, amor infinito y sin condiciones, independiente de la bondad o maldad humana: “Cristo murió por nosotros cuando éramos aún pecadores, así demuestra Dios el amor que nos tiene” (Rom 5,8).
Es, al mismo tiempo, la respuesta de un hombre a ese amor de Dios que se revela. La respuesta consiste en la entrega total, sin reservas, que se expresa con los términos “obediencia” o “perfección”. La naturaleza humana, viciada por la rebeldía, queda enderezada por la obediencia incondicional de Cristo, que la cambia casi diríamos antológicamente. Amor incondicional de Dios, entrega incondicional del hombre: la reconciliación es un hecho. Cristo muere por amor al Padre y a los hombres. En su humanidad no queda brizna de egoísmo, la ha desintoxicado de todo el veneno. Ha vencido al pecado.
La antigua solidaridad con Adán contagiaba la muerte; la solidaridad con el nuevo Adán infunde la vida; “Si por el delito de aquél solo, la muerte inauguró su reinado, mucho más los que reciben esa sobra de gracia y de perdón gratuito, viviendo reinarán por obra de unos solo, Jesucristo” (Rom 5,17).
Cristo Jesús es el Hombre, representante de la humanidad entera; él ha verificado en sí el ideal humano, la imagen de Dios (Col 1,15) que es amor. El es el Hijo respecto a Dios, el hermano y amigo con relación a los hombres: “no se avergüenza de llamarnos hermanos” (Heb 2,11), “ni hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13).
La reconciliación lleva consigo el perdón de todo pecado: “Por medio del evangelio se está revelando la amnistía que Dios concede, única y exclusivamente por la fe” (Rom 1,17), que es la respuesta al amor de Dios manifestado en Jesucristo. “Estamos en paz con Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor” (Rom 5,1) y, en consecuencia, “no hay motivo de condenación para los que están unidos a Cristo Jesús” (Rom 8,1).
Tan grande es el amor de Dios al hombre que su generosidad no escatimó a su propio Hijo (Rom 8,32); por el mundo, Jesucristo dio su vida en la cruz. El hombre reconciliado ya no vive para sí, sino para Cristo (2 Cor 5,15) y al no estar centrado en sí mismo, extirpa la raíz del pecado. Se lo permite el nuevo impulso del Espíritu, don que Dios derrama en lo íntimo; gracias a él puede amar a los demás con el amor que Dios le comunica (Rom 5,5). El amor reemplaza el egoísmo y orienta al hombre en dirección a la vida.
Hay que creer seriamente en el amor de Dios. Tal seguridad daba a san Pablo, que podía preguntarse jugando con las paradojas: “¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús, el que murió o, mejor dicho, resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede en favor nuestro. ¿Quién podrá separarnos de ese amor de Cristo? (Rom 8,33-35).
El hombre no tiene enemigos en el cielo, tiene un Padre y un Hermano.
lunes, 28 de septiembre de 2009
CAP.I.I.3 Visión cristiana.
Cap.I.I.3
Visión cristiana.
Según el Nuevo Testamento, por el contrario, Dios no necesitaba reconciliarse, pues siempre había amado al hombre; era el hombre quien precisaba desembarazarse de su pecado y hacerse capaz de relación con Dios. Pero, reducido a la impotencia por su propio pecado, se debatía en una maraña sin remedio. Roto el puente con Dios, no había piedras en el mundo para rehacerlo.
Entonces Dios interviene por medio de Jesucristo. Intentaban las religiones aplacar a Dios, conseguir que depusiera su ira y se reconciliase con el hombre. Sucede exactamente lo contrario: ante la impotencia del hombre, Dios toma la iniciativa y reconcilia al hombre consigo; “todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo… Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, cancelando la deuda de los delitos humanos” (2 Cor 5,18-19); “cuando éramos enemigos, la muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios” (Rom 5,10).
La reconciliación presuponía liberar al hombre esclavizado. Con este fin envía Dios a su Hijo, Jesucristo, hombre como nosotros en todo, excepto en el pecado (Heb 4,15). Para abrir la puerta de la prisión hacia falta uno libre. El hombre, a las órdenes del pecado, no tenía libertad de opción. Jesucristo, exento de culpa, la tuvo. Él, representante de la raza entera, pudo tomar una decisión frente a Dios y a sus hermanos, y su opción fue de amor total, mostrado en la fidelidad a la misión que el Padre le había confiado. Llegó a la cima al enfrentarse con la muerte, consecuencia ineludible del conflicto entre la verdad y amor de Dios que él revelaba y la maldad del mundo que lo rechazó. En su aceptación de la muerte identificó Cristo su ser con la obediencia a Dios y curó en sí mismo la naturaleza humana, infectada de la rebeldía del pecado.
En Cristo vuelve el hombre a la salud, pasa de la esfera del mal a la del bien y cesa de estar bajo la “ira”; entra en la “gracia”, Dios lo mira con agrado.
El nuevo Adán empieza la humanidad nueva y la hace posible a los demás hombres. Él es el único, el Hijo, pero, al mismo tiempo, el primero de muchos hermanos, los que siguen sus huellas y le obedecen. Es el jefe de fila de los que muestran, con el servicio humilde y sacrificado, lo que es el amor de Dios al mundo que muere de su falta.
Visión cristiana.
Según el Nuevo Testamento, por el contrario, Dios no necesitaba reconciliarse, pues siempre había amado al hombre; era el hombre quien precisaba desembarazarse de su pecado y hacerse capaz de relación con Dios. Pero, reducido a la impotencia por su propio pecado, se debatía en una maraña sin remedio. Roto el puente con Dios, no había piedras en el mundo para rehacerlo.
Entonces Dios interviene por medio de Jesucristo. Intentaban las religiones aplacar a Dios, conseguir que depusiera su ira y se reconciliase con el hombre. Sucede exactamente lo contrario: ante la impotencia del hombre, Dios toma la iniciativa y reconcilia al hombre consigo; “todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo… Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, cancelando la deuda de los delitos humanos” (2 Cor 5,18-19); “cuando éramos enemigos, la muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios” (Rom 5,10).
La reconciliación presuponía liberar al hombre esclavizado. Con este fin envía Dios a su Hijo, Jesucristo, hombre como nosotros en todo, excepto en el pecado (Heb 4,15). Para abrir la puerta de la prisión hacia falta uno libre. El hombre, a las órdenes del pecado, no tenía libertad de opción. Jesucristo, exento de culpa, la tuvo. Él, representante de la raza entera, pudo tomar una decisión frente a Dios y a sus hermanos, y su opción fue de amor total, mostrado en la fidelidad a la misión que el Padre le había confiado. Llegó a la cima al enfrentarse con la muerte, consecuencia ineludible del conflicto entre la verdad y amor de Dios que él revelaba y la maldad del mundo que lo rechazó. En su aceptación de la muerte identificó Cristo su ser con la obediencia a Dios y curó en sí mismo la naturaleza humana, infectada de la rebeldía del pecado.
En Cristo vuelve el hombre a la salud, pasa de la esfera del mal a la del bien y cesa de estar bajo la “ira”; entra en la “gracia”, Dios lo mira con agrado.
El nuevo Adán empieza la humanidad nueva y la hace posible a los demás hombres. Él es el único, el Hijo, pero, al mismo tiempo, el primero de muchos hermanos, los que siguen sus huellas y le obedecen. Es el jefe de fila de los que muestran, con el servicio humilde y sacrificado, lo que es el amor de Dios al mundo que muere de su falta.
CAP.I.I.3 Visión precristiana.
Cap.I.I.3
Visión precristiana.
Siempre había gravitado sobre el hombre el peso de la culpa. Ya en las antiquísimas oraciones acádicas se encuentran letanías penitenciales, que gotean la angustia del pecado:
Muchos son mis pecados, Señor, graves mis faltas.
Muchos son mis pecados, dios mío, graves mis faltas.
Muchos son mis pecados, diosa mía, graves mis faltas.
Muchos son mis pecados, dios que conozco o que no conozco, graves mis faltas.
¡Apláquese tu corazón, como el de la madre que me dio a luz!.
Citado por P.Ricoeur, La symbolique du mal, 53.
De muchos modos había intentado el hombre reconciliarse con Dios; súplicas, austeridades, sacrificios; la trama de las religiones o de las prácticas ascéticas estaba entretejida con el deseo de aplacar a la divinidad. Incluso los judíos, que poseían la más alta revelación divina, hablaban de reconciliarse con Dios: “Quiera Dios hacer las paces y escuchar vuestras súplicas; ojalá se reconcilie con vosotros y no os abandone en el momento malo” (2 Mac 1,4; véase 8,29).
Visión precristiana.
Siempre había gravitado sobre el hombre el peso de la culpa. Ya en las antiquísimas oraciones acádicas se encuentran letanías penitenciales, que gotean la angustia del pecado:
Muchos son mis pecados, Señor, graves mis faltas.
Muchos son mis pecados, dios mío, graves mis faltas.
Muchos son mis pecados, diosa mía, graves mis faltas.
Muchos son mis pecados, dios que conozco o que no conozco, graves mis faltas.
¡Apláquese tu corazón, como el de la madre que me dio a luz!.
Citado por P.Ricoeur, La symbolique du mal, 53.
De muchos modos había intentado el hombre reconciliarse con Dios; súplicas, austeridades, sacrificios; la trama de las religiones o de las prácticas ascéticas estaba entretejida con el deseo de aplacar a la divinidad. Incluso los judíos, que poseían la más alta revelación divina, hablaban de reconciliarse con Dios: “Quiera Dios hacer las paces y escuchar vuestras súplicas; ojalá se reconcilie con vosotros y no os abandone en el momento malo” (2 Mac 1,4; véase 8,29).
CAP.I.I.3 La LIberación:reconciliación con Dios. La "ira" de Dios.
Cap.I.I.3
La Liberación: reconciliación con Dios.
La “ira” de Dios.
El pecado, ruptura con los hombres y con Dios, pesaba sobre la humanidad entera. Tal es la afirmación de san Pablo: “Todos, judíos y paganos, están bajo el dominio del pecado”, “el mundo entero queda convicto ante Dios” (Rom 3,9-19).
A la hostilidad del hombre correspondía la “ira” o reprobación que “Dios revela, contra toda impiedad e injusticia humana, la de aquellos que reprimen con injusticias la verdad” (Rom 1,18). La “ira de Dios”, sin embargo, no es una pasión como en el hombre; esa expresión simbólica designa la inflexible resistencia de Dios al mal y su determinación de arrasarlo en cualquier forma que se presente. Dios no hace pactos con la maldad, que será implacablemente destruida; el reino de Dios es el reino del bien absoluto. Al expatriarse el hombre a la zona maldita del pecado, cayó bajo la “ira” de Dios y estaba destinado a la ruina.
La Liberación: reconciliación con Dios.
La “ira” de Dios.
El pecado, ruptura con los hombres y con Dios, pesaba sobre la humanidad entera. Tal es la afirmación de san Pablo: “Todos, judíos y paganos, están bajo el dominio del pecado”, “el mundo entero queda convicto ante Dios” (Rom 3,9-19).
A la hostilidad del hombre correspondía la “ira” o reprobación que “Dios revela, contra toda impiedad e injusticia humana, la de aquellos que reprimen con injusticias la verdad” (Rom 1,18). La “ira de Dios”, sin embargo, no es una pasión como en el hombre; esa expresión simbólica designa la inflexible resistencia de Dios al mal y su determinación de arrasarlo en cualquier forma que se presente. Dios no hace pactos con la maldad, que será implacablemente destruida; el reino de Dios es el reino del bien absoluto. Al expatriarse el hombre a la zona maldita del pecado, cayó bajo la “ira” de Dios y estaba destinado a la ruina.
CAP.I.I.2 Pecado original.
Cap.I.I.2
Pecado Original.
¿Existe en cada hombre una realidad de pecado anterior a la situación pecadora que él se crea? Entramos con esto en la cuestión del pecado original, que consideramos en cada individuo concreto. Puede describirse como la propensión al mal que precede y condiciona el uso de la libertad.
¿De dónde le viene al hombre esa propensión? Mientras se creyó en la historicidad literal de la narración del Génesis, se buscaron nexos causales entre la culpa de Adán y la “mancha” en sus descendientes. Si se considera el relato como un símbolo que describe la realidad de cada hombre, hay que renunciar a las teorías de transmisión fisiológica. La innegable tendencia al egoísmo puede tener su origen en el ambiente y ser resultado de la educación. La sociedad en que nacemos no es vehículo de verdad y de amor, sino atmósfera de corrupción y egoísmo. Desde la cuna empieza el niño a absorber actitudes, ejemplos y principios egoístas e insinceros; cuando llega al uso de razón está ya condicionado, posee una componente psicológica que influirá perversamente en sus decisiones. Esa oblicuidad del espíritu es para cada individuo su pecado original. Cada maldad concreta la ratifica y la refuerza.
Siguiendo a P. Ricoeur (La symbolique du mal, 239-243) podemos apuntalar esta teoría con el relato del Paraíso, atendiendo al significado de la serpiente. De manera al parecer incongrua, surge en pleno estado de inocencia un ser malo, un animal, símbolo de las potencias abismales. No es difícil ver en la serpiente la objetivación del mal deseo, la proyección exterior, en forma de seductor que incita al mal, de la tentación que está dentro del hombre. Pero el símbolo descubre además otra dimensión; antes que el hombre peque está presente el mal; en frase de Ricoeur, “el mal no es sólo acto, es tradición”; sale a nuestro encuentro en la ruta, vive entre nosotros; no lo inventamos, nuestros actos lo continúan.
Ricoeur ve un tercer aspecto en la serpiente, agente de las fuerzas oscuras: el mal objetivo del universo, los absurdos inexplicables del daño físico e irracional, la indiferencia de lo creado ante el dolor, la crueldad inconsciente de los seres. Motivo de escándalo para el hombre, lo pone en la tentación de incredulidad, desesperanza y dejadez.
El segundo de estos aspectos, el del mal circunstante, ilumina una realidad del pecado comentada por H. Cox (On Not Leaving It to the Snake, Toronto 1969, IX-XIX). El pecado no es únicamente la violación arrogante de un entredicho, es también una cesión de la dignidad propia; el hombre se deja llevar o arrastrar por el ambiente, por la insinuación, la hábil propaganda o la orden monstruosa. No actúa con decisión y responsabilidad propias, las descarga en otro: “La mujer que me diste por compañera”; “la serpiente me ha engañado”.
También el mal absurdo del universo puede inducir al hombre a la abdicación; concluyendo que nada tiene sentido, renuncia a la responsabilidad.
Pecado Original.
¿Existe en cada hombre una realidad de pecado anterior a la situación pecadora que él se crea? Entramos con esto en la cuestión del pecado original, que consideramos en cada individuo concreto. Puede describirse como la propensión al mal que precede y condiciona el uso de la libertad.
¿De dónde le viene al hombre esa propensión? Mientras se creyó en la historicidad literal de la narración del Génesis, se buscaron nexos causales entre la culpa de Adán y la “mancha” en sus descendientes. Si se considera el relato como un símbolo que describe la realidad de cada hombre, hay que renunciar a las teorías de transmisión fisiológica. La innegable tendencia al egoísmo puede tener su origen en el ambiente y ser resultado de la educación. La sociedad en que nacemos no es vehículo de verdad y de amor, sino atmósfera de corrupción y egoísmo. Desde la cuna empieza el niño a absorber actitudes, ejemplos y principios egoístas e insinceros; cuando llega al uso de razón está ya condicionado, posee una componente psicológica que influirá perversamente en sus decisiones. Esa oblicuidad del espíritu es para cada individuo su pecado original. Cada maldad concreta la ratifica y la refuerza.
Siguiendo a P. Ricoeur (La symbolique du mal, 239-243) podemos apuntalar esta teoría con el relato del Paraíso, atendiendo al significado de la serpiente. De manera al parecer incongrua, surge en pleno estado de inocencia un ser malo, un animal, símbolo de las potencias abismales. No es difícil ver en la serpiente la objetivación del mal deseo, la proyección exterior, en forma de seductor que incita al mal, de la tentación que está dentro del hombre. Pero el símbolo descubre además otra dimensión; antes que el hombre peque está presente el mal; en frase de Ricoeur, “el mal no es sólo acto, es tradición”; sale a nuestro encuentro en la ruta, vive entre nosotros; no lo inventamos, nuestros actos lo continúan.
Ricoeur ve un tercer aspecto en la serpiente, agente de las fuerzas oscuras: el mal objetivo del universo, los absurdos inexplicables del daño físico e irracional, la indiferencia de lo creado ante el dolor, la crueldad inconsciente de los seres. Motivo de escándalo para el hombre, lo pone en la tentación de incredulidad, desesperanza y dejadez.
El segundo de estos aspectos, el del mal circunstante, ilumina una realidad del pecado comentada por H. Cox (On Not Leaving It to the Snake, Toronto 1969, IX-XIX). El pecado no es únicamente la violación arrogante de un entredicho, es también una cesión de la dignidad propia; el hombre se deja llevar o arrastrar por el ambiente, por la insinuación, la hábil propaganda o la orden monstruosa. No actúa con decisión y responsabilidad propias, las descarga en otro: “La mujer que me diste por compañera”; “la serpiente me ha engañado”.
También el mal absurdo del universo puede inducir al hombre a la abdicación; concluyendo que nada tiene sentido, renuncia a la responsabilidad.
CAP.I.I.2 Conversión.
Cap.I.I.2
Conversión.
Por sus propias fuerzas no puede el hombre salir de su situación de pecado ni rectificar su vida para encontrar de nuevo a Dios. No basta una decisión de la voluntad, la cuestión es más compleja. Al menos en sus mejores momentos puede desear el bien, pero cuando comienza a obrar tropieza con su propia inconsecuencia. Se encuentra sometido a una especie de embrujo que le quita la libertad de acción. Esa es la angustia que describe san Pablo: “Estoy vendido como esclavo al pecado. Lo que realizo, no lo entiendo, pues lo que yo quiero eso no lo ejecuto y, en cambio, lo que detesto eso lo hago…, porque el querer lo excelente lo tengo a mano, pero el realizarlo no…, cuando quiero hacer lo bueno me encuentro fatalmente con lo malo en las manos. En lo íntimo, cierto, me gusta la ley de Dios, pero en mi cuerpo percibo unos criterios diferentes que guerrean contra los criterios de mi razón y me hacen prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo… En una palabra, yo, de por mí, por un lado, con mi razón, estoy sujeto a la ley de Dios; por otro, con mis bajos instintos, a la ley del pecado” (Rom 7,14-25).
Ese poder externo, o proyectado al exterior, que tiene dominado al hombre se llama en san Pablo “el pecado”, en san Juan “el demonio” o “el jefe de este mundo”. El hombre no es terreno neutral donde se combate la batalla entre el bien y el mal; está vendido al mal. Sólo un poder más grande, capaz de romper sus cadenas, lo librará de la esclavitud.
Cuando éste se acerca, puede el hombre esperar su libertad. Su esfuerzo, hasta entonces vano, se siente aupado por un brazo más fuerte. La conexión aparece en la primera proclamación de Jesús: “Arrepentíos, que el reinado de Dios está cerca” (Mt 4,17).
Arrepentirse significa reconocer confiadamente ante Dios la propia indigencia, confesar el propio atolladero. Sólo este aspecto describe san Juan, que nunca usa los términos “conversión” o “arrepentimiento”: “Si reconocemos nuestros pecados, Dios que es fiel y justo, perdona nuestros pecados y además nos limpia de toda injusticia” (1 Jn 1,9).
Arrepentimiento denota para muchos un acto de la sola voluntad humana que cambia el rumbo de la vida, permitiendo volver a Dios y cumplir su voluntad en el futuro. El cristiano no se promete tanto; reconocer el propio pecado significa para él confesarse incapaz de desarraigarlo, reconocer la derrota y ponerse en manos de Dios; él se encarga de perdonar y limpiar.
Dios no es legalista, le interesan más las personas que sus acciones; por las acciones decide un buen juez, no el Padre; éste quiere salvar al hijo a toda costa; no reserva recriminaciones ni pecado alguno es obstáculo al perdón inmediato. Basta recordar el caso de la pecadora en casa de Simón (Lc 7,36-50) y el del ladrón en la cruz (Lc 22,39-43). Cuando el hijo pródigo vuelve, no se le dirigen reproches, se organiza la fiesta.
Conversión.
Por sus propias fuerzas no puede el hombre salir de su situación de pecado ni rectificar su vida para encontrar de nuevo a Dios. No basta una decisión de la voluntad, la cuestión es más compleja. Al menos en sus mejores momentos puede desear el bien, pero cuando comienza a obrar tropieza con su propia inconsecuencia. Se encuentra sometido a una especie de embrujo que le quita la libertad de acción. Esa es la angustia que describe san Pablo: “Estoy vendido como esclavo al pecado. Lo que realizo, no lo entiendo, pues lo que yo quiero eso no lo ejecuto y, en cambio, lo que detesto eso lo hago…, porque el querer lo excelente lo tengo a mano, pero el realizarlo no…, cuando quiero hacer lo bueno me encuentro fatalmente con lo malo en las manos. En lo íntimo, cierto, me gusta la ley de Dios, pero en mi cuerpo percibo unos criterios diferentes que guerrean contra los criterios de mi razón y me hacen prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo… En una palabra, yo, de por mí, por un lado, con mi razón, estoy sujeto a la ley de Dios; por otro, con mis bajos instintos, a la ley del pecado” (Rom 7,14-25).
Ese poder externo, o proyectado al exterior, que tiene dominado al hombre se llama en san Pablo “el pecado”, en san Juan “el demonio” o “el jefe de este mundo”. El hombre no es terreno neutral donde se combate la batalla entre el bien y el mal; está vendido al mal. Sólo un poder más grande, capaz de romper sus cadenas, lo librará de la esclavitud.
Cuando éste se acerca, puede el hombre esperar su libertad. Su esfuerzo, hasta entonces vano, se siente aupado por un brazo más fuerte. La conexión aparece en la primera proclamación de Jesús: “Arrepentíos, que el reinado de Dios está cerca” (Mt 4,17).
Arrepentirse significa reconocer confiadamente ante Dios la propia indigencia, confesar el propio atolladero. Sólo este aspecto describe san Juan, que nunca usa los términos “conversión” o “arrepentimiento”: “Si reconocemos nuestros pecados, Dios que es fiel y justo, perdona nuestros pecados y además nos limpia de toda injusticia” (1 Jn 1,9).
Arrepentimiento denota para muchos un acto de la sola voluntad humana que cambia el rumbo de la vida, permitiendo volver a Dios y cumplir su voluntad en el futuro. El cristiano no se promete tanto; reconocer el propio pecado significa para él confesarse incapaz de desarraigarlo, reconocer la derrota y ponerse en manos de Dios; él se encarga de perdonar y limpiar.
Dios no es legalista, le interesan más las personas que sus acciones; por las acciones decide un buen juez, no el Padre; éste quiere salvar al hijo a toda costa; no reserva recriminaciones ni pecado alguno es obstáculo al perdón inmediato. Basta recordar el caso de la pecadora en casa de Simón (Lc 7,36-50) y el del ladrón en la cruz (Lc 22,39-43). Cuando el hijo pródigo vuelve, no se le dirigen reproches, se organiza la fiesta.
CAP.I.I.2 Pecado y prójimo.
Cap.I.I.2
Pecado y prójimo.
El pecado es rumbo equivocado, actitud torcida; egocentrismo que intenta hacer a los demás satélites del propio yo; cautividad de la propia pequeñez, indigencia y desorden; alienación que fabrica ídolos con barro de proyecciones humanas.
Se traduce en hostilidad contra Dios y su imagen, el hombre. Los egoísmos individuales envenenan la vida social y se plasman en explotación, rivalidad, injusticia, crueldad, desprecio. De hecho, la actitud hacia el hombre delata la actitud hacia Dios. La calidad de la primera es índice de la segunda.
Por eso el evangelio, oponiéndose a los antiguos encasillados de lo puro y lo impuro, coloca la impureza del hombre en la maldad con otros: “Los designios perversos, los homicidios, adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos, calumnias; eso es lo que mancha al hombre” (Mt 15,19-20).
La actitud hacia el prójimo es decisiva para la vida eterna. Cuando el joven rico pregunta qué mandamientos debe cumplir para conseguirla, Jesús menciona solamente los que se refieren al prójimo: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 19,18-19).
El comportamiento con los enemigos mostrará si uno es hijo de Dios: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir sus sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos. (Mt 5,44-45).
Por eso Cristo corrige al jurista que le pregunta por el mandamiento principal de la ley, señalándole que hay dos, no uno; que amor a Dios y al prójimo son inseparables: “Amarás al Señor tu Dios… Este es el mandamiento principal y el primero. Pero hay un segundo no menos importante: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39).
Que el hombre puede encontrar a Cristo sin saberlo, lo enseñan varios episodios evangélicos. María Magdalena pensaba estar hablando con un hortelano, hasta que Jesús se le dio a conocer (Jn 20,11-18). Los discípulos de Emaús recorrieron un largo trecho con un forastero desconocido, que reveló su personalidad sólo al partir el pan (Lc 24,13-35). No se trata de piadosa meditación, está explícitamente aseverado en la descripción del juicio final: “Me disteis de comer” (Mt 25,35). Y ante el pasmo de los de la derecha, que no tendrán conciencia de haberlo visto nunca, el rey les explicará; “Cada vez que lo hicisteis con uno de esos hermanos míos más humildes, lo hicisteis conmigo” (Mt 25,40).
El hombre encuentra a Dios en el hombre. Esto no quita que Dios “ilumine los ojos del alma” (Ef 1,17) y “haga que Cristo habite por la fe en lo íntimo” del hombre (Ef 3,17); pero si esa llama que se enciende “en lo escondido” (Mt 6,4) no da calor afuera, es ilusoria. La voluntad del Padre, cuya plena realización será su reino, es que los hombres sean hermanos.
Por eso el hombre ofende a Dios en el hombre. A Dios no puede tocarlo; pero puede herirlo en su imagen, y él toma como propias las ofensas a su criatura. En el grito del hombre se oye el acento de Cristo: “Tuve hambre y no me disteis de comer” (Mt 25,42).
Pecado y prójimo.
El pecado es rumbo equivocado, actitud torcida; egocentrismo que intenta hacer a los demás satélites del propio yo; cautividad de la propia pequeñez, indigencia y desorden; alienación que fabrica ídolos con barro de proyecciones humanas.
Se traduce en hostilidad contra Dios y su imagen, el hombre. Los egoísmos individuales envenenan la vida social y se plasman en explotación, rivalidad, injusticia, crueldad, desprecio. De hecho, la actitud hacia el hombre delata la actitud hacia Dios. La calidad de la primera es índice de la segunda.
Por eso el evangelio, oponiéndose a los antiguos encasillados de lo puro y lo impuro, coloca la impureza del hombre en la maldad con otros: “Los designios perversos, los homicidios, adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos, calumnias; eso es lo que mancha al hombre” (Mt 15,19-20).
La actitud hacia el prójimo es decisiva para la vida eterna. Cuando el joven rico pregunta qué mandamientos debe cumplir para conseguirla, Jesús menciona solamente los que se refieren al prójimo: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 19,18-19).
El comportamiento con los enemigos mostrará si uno es hijo de Dios: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir sus sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos. (Mt 5,44-45).
Por eso Cristo corrige al jurista que le pregunta por el mandamiento principal de la ley, señalándole que hay dos, no uno; que amor a Dios y al prójimo son inseparables: “Amarás al Señor tu Dios… Este es el mandamiento principal y el primero. Pero hay un segundo no menos importante: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39).
Que el hombre puede encontrar a Cristo sin saberlo, lo enseñan varios episodios evangélicos. María Magdalena pensaba estar hablando con un hortelano, hasta que Jesús se le dio a conocer (Jn 20,11-18). Los discípulos de Emaús recorrieron un largo trecho con un forastero desconocido, que reveló su personalidad sólo al partir el pan (Lc 24,13-35). No se trata de piadosa meditación, está explícitamente aseverado en la descripción del juicio final: “Me disteis de comer” (Mt 25,35). Y ante el pasmo de los de la derecha, que no tendrán conciencia de haberlo visto nunca, el rey les explicará; “Cada vez que lo hicisteis con uno de esos hermanos míos más humildes, lo hicisteis conmigo” (Mt 25,40).
El hombre encuentra a Dios en el hombre. Esto no quita que Dios “ilumine los ojos del alma” (Ef 1,17) y “haga que Cristo habite por la fe en lo íntimo” del hombre (Ef 3,17); pero si esa llama que se enciende “en lo escondido” (Mt 6,4) no da calor afuera, es ilusoria. La voluntad del Padre, cuya plena realización será su reino, es que los hombres sean hermanos.
Por eso el hombre ofende a Dios en el hombre. A Dios no puede tocarlo; pero puede herirlo en su imagen, y él toma como propias las ofensas a su criatura. En el grito del hombre se oye el acento de Cristo: “Tuve hambre y no me disteis de comer” (Mt 25,42).
lunes, 21 de septiembre de 2009
CAP.I.I.2. El no creyente.
Cap.I.I.2.
El no creyente.
¿Cabe considerar la fe como condición indispensable para una vida humana? La fe cristiana ciertamente no. En el pasaje de san Pablo, comentado antes, el apóstol suponía que, reconociendo a Dios, los paganos habían podido vivir en una sociedad más justa. Pocos estarán en desacuerdo con la afirmación de que el hombre puede salvarse fuera del cristianismo, si es fiel a la partícula de revelación divina a él asequible.
En nuestros días, sin embargo, el problema se plantea con una agudeza desconocida para Pablo. Existen no pocos hombres, en todo escalón de cultura, que se profesan ateos. Por otra parte, la experiencia muestra que no se les puede acusar fácilmente de ser inmorales, explotadores, agresivos, deshonestos. Muchos son personas respetables, algunos incluso han sabido sacrificarse por un ideal de solidaridad humana. ¿Qué pensar ante estos casos?
Notemos en primer lugar dónde está el problema. No se discute si el hombre puede serlo plenamente por sus propios recursos; el cristiano cree que no, que necesita la ayuda de Dios. La cuestión se limita a dilucidar si los confines de la acción de Dios coinciden con las fronteras de la creencia en él. Los hechos parecen negarlo; las iniciativas, individuales o sociales, en favor del hombre muestran el suave impulso de Dios que promueve su reino; y en ellas intervienen hombres que se declaran despreocupados de los trascendente.
Si admitimos estos casos, ¿cuál sería para el hombre la garantía de normalidad, el camino del perfeccionamiento? Descartada por hipótesis la profesión de una fe, no quedan sino la fraternidad y la ayuda a su semejante. Quien secunda la acción divina a favor del hombre realiza en sí la imagen de Dios. Para creyente y no creyente, la condición de normalidad y desarrollo es la misma: amar al prójimo. Como lo decía san Pablo: “Quien ama tiene cumplido el resto de la ley” (Rom 13,8), la conozca o no.
El proceso del pecado que Pablo muestra en Rom 1 no debe, por tanto, considerarse como el único posible. El pecado puede ensañarse con el hombre antes de atreverse con Dios; y en sentido contrario, la salvación puede empezar sanando la relación con el prójimo, y en ella encontrar, más o menos explícita, la relación con Dios.
En todo caso, la fe es un profundo misterio. No parece demasiado afirmar que el hombre dispuesto a la ayuda desinteresada o entregado al bien de la humanidad está movido por una fe; si la formula, podrá usar un lenguaje teísta o simplemente humano: fe en el hombre, en la libertad o en el progreso. Pero la fe no debe juzgarse siempre por sus fórmulas, condicionadas por la educación e historia de cada uno. La fe sedicente teológica que en la vida prescinde de prójimo no atina con Dios; una fe humana que se dedica al bien de los demás es muy posible que, nebulosa u oscuramente, alcance al Dios escondido.
Para avanzar, el hombre necesita de Dios, pero no es indispensable la fe teológica. Para ayudar al hombre, Dios no pone condiciones, ni siquiera la fe; no quiere que el hombre crea y lo ame por motivos interesados. Ningún cálculo debe empañar la alabanza y la gratitud.
El no creyente.
¿Cabe considerar la fe como condición indispensable para una vida humana? La fe cristiana ciertamente no. En el pasaje de san Pablo, comentado antes, el apóstol suponía que, reconociendo a Dios, los paganos habían podido vivir en una sociedad más justa. Pocos estarán en desacuerdo con la afirmación de que el hombre puede salvarse fuera del cristianismo, si es fiel a la partícula de revelación divina a él asequible.
En nuestros días, sin embargo, el problema se plantea con una agudeza desconocida para Pablo. Existen no pocos hombres, en todo escalón de cultura, que se profesan ateos. Por otra parte, la experiencia muestra que no se les puede acusar fácilmente de ser inmorales, explotadores, agresivos, deshonestos. Muchos son personas respetables, algunos incluso han sabido sacrificarse por un ideal de solidaridad humana. ¿Qué pensar ante estos casos?
Notemos en primer lugar dónde está el problema. No se discute si el hombre puede serlo plenamente por sus propios recursos; el cristiano cree que no, que necesita la ayuda de Dios. La cuestión se limita a dilucidar si los confines de la acción de Dios coinciden con las fronteras de la creencia en él. Los hechos parecen negarlo; las iniciativas, individuales o sociales, en favor del hombre muestran el suave impulso de Dios que promueve su reino; y en ellas intervienen hombres que se declaran despreocupados de los trascendente.
Si admitimos estos casos, ¿cuál sería para el hombre la garantía de normalidad, el camino del perfeccionamiento? Descartada por hipótesis la profesión de una fe, no quedan sino la fraternidad y la ayuda a su semejante. Quien secunda la acción divina a favor del hombre realiza en sí la imagen de Dios. Para creyente y no creyente, la condición de normalidad y desarrollo es la misma: amar al prójimo. Como lo decía san Pablo: “Quien ama tiene cumplido el resto de la ley” (Rom 13,8), la conozca o no.
El proceso del pecado que Pablo muestra en Rom 1 no debe, por tanto, considerarse como el único posible. El pecado puede ensañarse con el hombre antes de atreverse con Dios; y en sentido contrario, la salvación puede empezar sanando la relación con el prójimo, y en ella encontrar, más o menos explícita, la relación con Dios.
En todo caso, la fe es un profundo misterio. No parece demasiado afirmar que el hombre dispuesto a la ayuda desinteresada o entregado al bien de la humanidad está movido por una fe; si la formula, podrá usar un lenguaje teísta o simplemente humano: fe en el hombre, en la libertad o en el progreso. Pero la fe no debe juzgarse siempre por sus fórmulas, condicionadas por la educación e historia de cada uno. La fe sedicente teológica que en la vida prescinde de prójimo no atina con Dios; una fe humana que se dedica al bien de los demás es muy posible que, nebulosa u oscuramente, alcance al Dios escondido.
Para avanzar, el hombre necesita de Dios, pero no es indispensable la fe teológica. Para ayudar al hombre, Dios no pone condiciones, ni siquiera la fe; no quiere que el hombre crea y lo ame por motivos interesados. Ningún cálculo debe empañar la alabanza y la gratitud.
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